Matemática pura. Marcelo Rubio




          



Marcelo Rubio


Nunca fui bueno para las matemáticas, no es una confesión relevante y está lejos de despertar algún tipo de emoción. Terminar la primaria fue duro y no hace falta imaginación para sospechar el calvario del secundario. Admito que aquellos años dejaron su huella. Después la vida me llevó a otros estudios, lejos de la rigidez numérica.


            No debo ser la única persona en el mundo negada a la matemática, lo que alertaba mi situación o debería decir, la agravaba, era el negocio familiar al cual yo estaba destinado, un almacén de barrio. La preocupación de los míos crecían inversamente proporcional a mi capacidad para los números (resaca matemática que le dicen).
           
            En casa todos intentaban de una u otra manera, ayudarme. Claro que ninguno podía entender cómo me resultaba tan complejo retener la tabla del tres u obtener éxito en una suma de dos cifras. No me puedo quejar por los gestos de buena voluntad. Mi padre, por ejemplo, hizo un ábaco con maderas, alambre y tapitas de gaseosa. Constaba cinco hileras y la pintó cada uno de un color diferente. Mi vieja tenía tan fija la idea de ayudar que dejó de usar fideos municiones para la sopa y los reemplazo por unos con formas numéricas. Así mi plato se transformó en una suerte de calculadora y cada cucharada era una ecuación inescrutable.


            Mi hermano y hermana eran los que menos se preocupaban por mi carencia, y en verdad la utilizaban como una forma de burla. Me hacían preguntas como:

-¿Cuatro por tres?

            Me demoraba y luego respondía.

-¿Doce? – así, en tono consultivo.
-¿Estás seguro, seguro? – decían en tono burlón.

            Sin embargo nadie puso tanto empeño como mi tío Saúl. En el barrio lo conocían como “Cuatro ojos”. En el almacén familiar se encargaba del depósito. Vivía en un cuarto edificado a los fondos de nuestra casa. Ahí tenía un anafe, mesa pegada a la pared, la cama, varios discos de tango junto al winco y un ropero con puerta espejada. El baño estaba construido junto al cuarto.

            Saúl se esforzó en hacerme amar las matemáticas, no odiar la precisión, admirarse ante la exactitud y sentir que la frialdad del resultado guardaba el fuego sagrado de la deducción y el desempeño.

            Con él compartí una de las experiencias que nunca olvidé. Cursaba cuarto grado, Saúl me llevaba al colegio a la mañana. En su afán por demostrar que el orden de los productos y bla, bla, bla, me hizo contar las cuadras de ida al colegio.

-Diez – dije entusiasmado.
-A la salida te vengo a buscar, hacemos el mismo recorrido, el mismo – dijo con una sonrisa y acomodándose los gruesos anteojos despachó – acordate, diez.

            En honor a aquella experiencia es que hoy decido recorrer una vez más aquellas calles. Pero sin adelantarme digo que al salir del colegio mi tío Saúl y sus anteojos me aguardaban. Rehicimos el mismo camino, contando cuadra por cuadra.

-Nueve – dije entre angustiado y desesperado.
-No puede ser – dijo él – Volvamos – calzó los anteojos apoyando el índice en la montura y emprendimos el camino al colegio.

-Diez – dije.
-Ahora vamos a casa – ordenó.

            Caminamos en silencio.

-Nueve – dije.

            Hicimos el recorrido cuatro veces obteniendo siempre los mismos resultados. Diez de ida, nueve de vuelta. Vi al tío Saúl rascarse la cabeza como buscando una solución matemáticamente posible.  Musitó dos o tres veces un “No puede ser”. Quería que encontrara una respuesta, no para mi conformidad, sino para la tranquilidad de él, para su confianza en la excelencia de la matemática.

            Nunca volvimos a contar las cuadras de ida y vuelta al colegio. Crecí, es uno de los tantos hechos inevitables de la vida. Estoy seguro de que mi padre no vió con buenos ojos cuando le dije mi decisión de estudiar Derecho. Tal vez pensó que yo despreciaba el negocio familiar. Si fue así, nunca lo dijo. El almacén lo manejan ahora mis hermanos, papá y mamá disfrutan del descanso. Después de varios años volví al barrio, previo a las navidades. Y es aquí donde estoy ahora, luego de almorzar, dispuesto a caminar una vez más las calles de ida y vuelta al colegio. Tío Saúl está casi ciego, se acerca al portón de la casa antes de que yo empiece a andar. Lo miro sonriente. Tengo ganas de comentarle que tal vez la ansiedad del regreso acortaba la distancia, pero a sabiendas de lo poco serio, sólo atino a decir.

-¿Vamos?  - No hace falta que le explique lo que voy a intentar.
-¿Para qué? ¿Sabés cuantas veces hice ese camino en la vida?
-¿Y?
-Diez de ida y nueve de vuelta, siempre.
-Bueno, tal vez…
-No, las matemáticas nunca fallan.







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