¿Por qué perdimos el Paraíso?: John Milton y el origen del mal. Virginia Moratiel



John Milton


Virginia Moratiel

A veces me pregunto cuántos lectores, al igual que yo, habrán llegado hasta El Paraíso perdido (1667) de John Milton después de descubrir que este texto representa una especie de Biblia para el monstruo creado por el Dr. Frankenstein, ese Prometeo moderno inventado por Mary Shelley, quien se identificó a sí mismo con Satanás, odió a su creador y quiso vengarse de él por haberlo hecho feo y deforme, arrojándolo así a una inmerecida soledad. Es evidente que el diálogo entre Shelley y Milton está mediado por el recelo de aquélla ante los avances y peligros de los nuevos desarrollos científicos o técnicos que, por entonces, habían entrometido su ansia de experimentación en el ámbito de la vida orgánica. A la luz de esta cuestión puntual, que justamente hoy vuelve a plantearse, resurgen los grandes problemas éticos y metafísicos sobre qué es el mal, la libertad, la justicia y hasta qué punto el autor debería hacerse responsable de las consecuencias de sus obras así como de la incontrolable arbitrariedad de lo creado. Y con ellos, emerge también el reconocimiento de que el anhelo fáustico no es sólo el fruto circunstancial de una determinada época de hallazgos en las ciencias sino una condición esencial al hombre. Tal sed de infinitud aspira a una libertad absoluta y pretende realizarse a través de un saber sin límites ni trabas, buscando la purificación también mediante el pecado. Se trata de una ascética del mal, que halla el goce en lo prohibido. Ésta es una de las posibles interpretaciones que se desprende de la visión gnóstica implícita en el poema de Milton, la que hace de Satán su verdadero protagonista y tuvo una enorme influencia en los escritores románticos. Antes que a ellos, sin embargo, fascinó a William Blake, quien ilustró una edición de El Paraíso perdido. Según se dice, solía leer ciertas escenas con su mujer, ambos desnudos en el jardín de su casa. Le inspiró también El matrimonio entre el cielo y el infierno y, por supuesto, el extenso poema titulado Milton, cuyo héroe es el propio poeta, quien vuelve del cielo y se une a Blake en un viaje místico para corregir sus errores espirituales. Dicho recorrido permite explorar la relación de los escritores vivos con sus antecesores muertos, de la innovación con la tradición, a la vez que muestra la función de la intertextualidad como una vía para el encuentro del yo mediante el otro. En este caso, la inspiración se presenta de forma física, cuando Milton adquiere el aspecto de un cometa y penetra en el cuerpo de Blake por su pie, aludiendo de esta manera al pentámetro yámbico, el famoso metro usado por el maestro en su obra.

Considerado el poema épico más relevante de la literatura inglesa, El Paraíso perdido empieza –como las epopeyas clásicas- con una invocación a las Musas y utiliza el verso blanco, sin rima, atendiendo sólo a su ritmo. Difiere de ellas, porque, a pesar de su clara tendencia narrativa, reflejada en la extensión de sus líneas, no maneja el hexámetro sino versos con cinco pies cuya sílaba par está acentuada, facilitándole su adaptación a la prosodia de la lengua inglesa. Milton no fue el creador, aunque alcanzó una destreza asombrosa en su uso, siendo imitado después. En realidad, el metro ya había sido empleado antes en piezas teatrales y sonetos por Marlowe –autor de un Fausto– y por Shakespeare. Pero, precisamente, el hecho de que procediera de la poesía dramática, donde existe el diálogo –por cierto, igual que en El Paraíso perdido–, y de la lírica, donde se acentúa la individualidad, convertía la obra en pionera de un nuevo estilo literario. La epopeya había sido hasta entonces un poema objetivo y absoluto que subordinaba las acciones de los héroes a una lógica colectiva, a un pueblo. Aquí, en cambio, el poeta se interponía con sus opiniones y, aunque el marco fuera absoluto por su carácter mítico, el tema principal era la desobediencia, el apartarse de la norma común a todos, donde justamente reside el núcleo del pecado. Las constantes desviaciones métricas en las que incurría Milton mediante cesuras y contracciones respondían también a una visión peculiar del universo, la de que lo perfecto, en cuanto totalidad acabada, incluye de forma necesaria a lo defectuoso, esto es, al error y la equivocación. Por esta razón, algunos ilustrados alemanes rechazaron traducir el poema sintiéndose incapaces de reproducir en su idioma los matices del original.

El Paraíso perdido pinta un grandioso cuadro que justifica la creación del mundo a través de un doble descenso. Por una parte, describe la caída del más bello de los ángeles, Lucifer, quien es arrojado del Cielo a las profundidades abisales por rebelarse contra Dios y oponerse a él con una hueste de espíritus leales que lo apoyaron en su intento de hacerse con el poder divino. Convertido en Satanás, herido en su orgullo y tramando una venganza sin fin, reina sobre los demonios en un mar de fuego, en permanente incandescencia pero oscuro, ya que, para él, “reinar es digno de ambición aunque sea en el infierno”. Y, por otra parte, narra la expulsión de Adán y Eva del Jardín del Edén, por quebrantar la prohibición divina de comer el fruto del árbol de la ciencia. Como resultado, la pareja es abandonada a su suerte en un mundo desértico donde anidan la ruina, la finitud y el pecado. Es evidente que el desacato, la transgresión de un orden determinado, provoca en ambos casos el castigo divino. Esto significa que el mal nunca es absoluto sino relativo. Radica en la libertad, en la capacidad para deshacerse de un mandato injusto, como el de este dios despótico, que –a los ojos del diablo– se enviste de una autoridad irracional, incapaz de aceptar los deseos ajenos y de compartir el poder:


"Dime, desde luego, ya que ni el cielo ni la profunda extensión del infierno ocultan nada a tu vista; di cuál fue la causa que obligó a nuestros primeros padres, tan felices en su estado y tan favorecidos por el Cielo, a separarse de su Creador, a transgredir su única prohibición cuando eran soberanos del resto del mundo. ¿Quién los indujo a tan vergonzosa rebelión? La Serpiente infernal, cuya malicia, animada por la envidia y por la venganza, engañó a la madre del género humano. Su orgullo la había precipitado desde el cielo con todo su ejército de espíritus rebeldes, con cuya ayuda aspiraba a sobrepujar en gloria a sus semejantes, lisonjeándose de igualarse al Altísimo, si el Altísimo se le oponía. Dominado aquel espíritu por este ambicioso proyecto contra el trono y la monarquía de Dios, suscitó en el cielo una guerra impía y un combate temerario; más sus esfuerzos fueron vanos".


Eva, Lilith y María

El eslabón de unión en esta cadena de descensos es Satanás, el príncipe de las tinieblas, quien, tras la derrota de su ejército, decide reagruparlo y hacer un cónclave, donde rechaza la propuesta de otros demonios, quienes, cegados por una irrefrenable sed de represalia, pretenden continuar la guerra con un ataque frontal. Ante estos seres malignos, inclinados al vicio por el vicio o por su propia estupidez, vence la oratoria del ángel traidor, quien estima que, debido a la inmortalidad de los contendientes, el número de enfrentamientos se perdería en lo infinito. A partir de este momento, se pondrá en evidencia el carácter ambiguo de la palabra, que puede servir de instrumento para la creación o ser la principal arma diabólica, medio de comunicación y de engaño, de verdad y de mentira a la vez. Como dice Milton, “la elocuencia encanta al alma así como la música a los sentidos”, por eso constituye la fuerza más eficaz para doblegar la voluntad. Sin titubeos, todos se ponen de acuerdo, mientras el poeta interviene para acotar:


"¡Vergüenza para los hombres! El demonio se unió al demonio condenado en una firme concordia, y los hombres, únicas criaturas racionales de todas las creadas, no pueden entenderse. A pesar de esperar en la gracia divina, a pesar de que Dios proclama la paz, viven alimentando entre ellos el odio, la enemistad y las querellas".

La astucia y la osadía de Satanás lo deciden a combatir contra Dios en solitario y por la espalda, a través de unos nuevos seres que acaba de crear rodeándolos de un ambiente de felicidad. Se trata, pues, de estropear la obra divina. Así es como despliega sus alas de poderoso Titán y, después de atravesar el infierno en un viaje espeluznante, vuela hasta salir del abismo. Al amparo de la noche y la confusión del caos, trepa por las murallas del mundo celestial y consigue retornar a él. Convertido en querubín adolescente, embauca al arcángel Uriel para que le indique el lugar donde se encuentra Adán y, encarnando primero en un sapo, luego en una serpiente, persigue a Eva con toda clase de argucias y halagos, hasta tentar su vanidad y lograr que coma la fruta vedada. Provoca así el descarrío de la nueva criatura, porque Adán, temeroso de perder a Eva, la sigue en su crimen, “locamente derrotado por el encanto de una mujer”. Perdida la inocencia, nace la vergüenza y la ira entre los padres del género humano, transformándose en enemigos que tendrán que convivir en la mutua desconfianza, mientras los dos vástagos de Satán se apoderan de la Tierra: la muerte y la culpa, su incestuosa madre, quien se regocija de la catástrofe final:


"Aliméntate desde luego con esas hierbas, esos frutos y esas flores, y luego, con cada bruto, pez o ave, que no son manjares despreciables. Devora sin tasa las cosas que vaya segando la guadaña del Tiempo, hasta el día en que, después de haber residido yo en el hombre y en su raza, después de haber contaminado sus pensamientos, sus miradas, sus palabras, sus acciones, te lo haya preparado y sazonado para ser tu última y más sabrosa presa".


Antes de hacer efectivo el exilio de la pareja, el creador les revela por intermedio de un mensajero angélico cuál será el cruel destino que espera a su descendencia. Les anuncia toda clase de males, pero también la futura rehabilitación gracias a su Hijo, ofreciéndoles la esperanza de reconquistar la mansión de los bienaventurados. De inmediato, Adán reclama ante esta condena, que hace nacer la historia humana de un acto maldito, porque le parece una injusticia inexplicable y se pregunta si para esto fue creado.

Sin embargo, la postura del dios que todo lo puede y todo lo sabe ha quedado ya ampliamente justificada. Él no es responsable de la caída, aunque tal vez habría que preguntarse por qué toleró algo que sabía que iba a suceder:


Creados de este modo, como debía ser, no pueden acusar justamente a su Creador, a su naturaleza o a su destino, como si la predestinación, dominando su voluntad, dispusiera de ella por un decreto absoluto o por una presciencia suprema. Ellos mismos han decretado su propia rebelión, no yo; y si bien la preví, mi presencia no ha ejercido ninguna influencia sobre la falta que, aunque no hubiera sido prevista, no dejaría por eso de ser menos cierta. Así es que pecan sin la menor excitación, sin la menor sombra de destino o de otra cualquier cosa inmutablemente prevista por mí, siendo autores de todo por sí mismos, así en lo que juzgan como en lo que escogen; porque de este modo los he creado libres; y en libertad deben continuar hasta que ellos mismos se encadenen. De otra suerte, me sería preciso cambiar su naturaleza, revocar el alto decreto irrevocable, terreno, que ordenó su libertad. Ellos solos han ordenado su caída.



La causa de la caída se encuentra en la libertad concreta de las criaturas, cuya voluntad no puede dirigirse sólo hacia el bien, ya que eso las convertiría en juguetes del destino o en autómatas movidos por un mecanismo necesario. La libertad auténtica es indeterminación, que se desenvuelve en un mundo donde existe también el mal, lo cual hace posible elegir entre distintas opciones. Se realiza, pues, como libre albedrío. Aún más, la verdadera libertad es reconocida cuando alguien se aparta del camino adecuado e intenta subvertir el orden establecido. Comienza realmente cuando se comete un error y uno se separa de la ley común a todos, dudando de ella, exponiéndola al análisis del entendimiento y desafiándola. El origen del pecado parece hallarse en la aparición de la inteligencia. Paradójicamente, es la propia perfección humana lo que conduce a la condena, porque tener conocimiento de algo supone distinguirlo recortándolo de lo que no es. Dicho de otro modo, sólo se puede pensar por uno mismo en la oposición, eligiendo racionalmente en la encrucijada de caminos divergentes. Como dice Milton, “la libertad es razón” y “la razón es elección”. La perversión de la pareja primigenia por parte de Satanás produjo la mezcla en el mundo humano de dos instancias opuestas, el cielo y el infierno, que, al final y al cabo, nacieron de un mismo dios. Eso permitió que “la razón y la inteligencia puedan tener la oportunidad de ejercitarse eligiendo las cosas que son buenas”. Educarse para saber a través de una práctica repetida y también, para actuar correctamente, porque el mal no se hace -según pensaba Sócrates- únicamente por ignorancia. De hecho, El Paraíso perdido muestra que lo demoníaco surge a sabiendas desde la obstinación, por la falta de arrepentimiento y el placer de persistir con toda conciencia en las malas acciones. En tal sentido, supone la lucha entre la voluntad del yo y del mundo, entre el egoísmo y la solidaridad, entre la pasión y la razón.



El mal en cualquiera de sus matices físicos y espirituales, como carencia, destrucción, dolor, falsedad, mentira o frustración, tiene una doble cara. Por su crueldad, los hechos maléficos asustan y paralizan, pero poseen también una función prometeica, dado que potencian la creatividad ante acciones venideras. Para Milton –igual que para otros pensadores cristianos como san Agustín, Lessing, Herder o Fichte–estos acontecimientos tienen, sobre todo, un valor pedagógico. Son lecciones de las que se puede sacar provecho en el futuro, porque permiten reaccionar de una manera distinta ante situaciones parecidas, ayudan a comprender el error y a evitarlo, elevando a un nivel superior de moralidad. De este modo, el mal se neutraliza, hace surgir el bien y conduce hacia él, gracias al perdón y la redención de todos los desastres históricos. Sin el mal, no habría salvación. Por eso, a los expulsados sólo se les aconseja la templanza: hacerlo todo, pero en su medida, manteniendo un equilibrio.


"¡Oh bondad infinita, bondad inmensa que del mal hará salir todo este bien y cambiará en bien el mal! ¡Maravilla mucho más grande que la que en el principio de la Creación hizo salir la luz de las tinieblas! Estoy lleno de dudas, no sé si debo arrepentirme ahora del pecado que he cometido y ocasionado o alegrarme más bien de él, pues será causa de un bien mayor".

A pesar de que El Paraíso perdido ofrece potentes imágenes y conmovedoras descripciones de los más diversos lugares del universo, desde las prisiones del Averno hasta las bóvedas transparentes de la ciudad celestial, es decisivo comprender que se trata de un relato mítico, donde se dibuja una topografía del alma, un paisaje interior. El cielo y el infierno, por tanto, son estados psicológicos. Y así lo advierte Milton desde el comienzo mismo del poema:


"El espíritu lleva en sí mismo su propia morada y puede en sí mismo hacer un cielo del infierno o un infierno del cielo".


Imagen en relieve que representaría a Lilith, Diosa de la noche, Antigua Babilonia (Museo Británico) 


También es importante no olvidar que, aunque esta visión afecte a la esencia del ser humano depende en gran medida del entorno social en el cual surgió y de las experiencias vividas por su autor. A cualquiera que lea El Paraíso perdido le resultará evidente que Milton despliega en la obra una aberrante misoginia. Hace de Eva un ser superficial y cómodo, pendiente de su propia belleza, quien, a pesar de su ingenuidad, sabe manipular a Adán con sus encantos físicos y, al final, trae todas las desgracias al mundo. Obviamente, Milton confraterniza con la concepción patriarcal propia de su época, arraigada tanto en el pensamiento judío como en el griego, por ejemplo, en el mito de Pandora. Pero a esta consideración despectiva, además, lo llevan sus propias experiencias personales. Su primera esposa, una joven de diecisiete años, lo abandonó poco después de la boda debido a su mal carácter y regresó pasado bastante tiempo con el fin de rehacer su matrimonio, lo cual Milton aceptó. Una vez que quedó viudo, se casó otras dos veces, siempre con mujeres mucho más jóvenes, para disgusto de sus hijas, quienes debían tener una edad cercana a la de la última esposa y se encontraban bajo su estricto dominio. En el momento en que quedó ciego, probablemente debido a un glaucoma, les enseñó a pronunciar el griego clásico y las obligaba a leerle los textos aún sin entender su contenido. Por supuesto, ellas transcribieron El Paraíso perdido y las obras posteriores al dictado de su padre.

Sin embargo, en contraste con esta actitud familiar despótica, a nadie que lea El Paraíso perdido se le pasará por alto que contiene una fuerte carga subversiva. Y no sólo a resultas de la concepción sobre el mal y la libertad, la herejía arriana y la heterodoxia al describir ángeles que comen y tienen sexo como los humanos. La obra contiene una clara crítica política porque, además de ser amigo del teólogo disidente Roger Williams, Milton fue un republicano militante, que desempeñó el cargo de Ministro con Oliver Cromwell y terminó encarcelado por sus ideas. En su libro, el poeta detalla una y otra vez las jerarquías celestiales e infernales como una forma de arremeter contra ellas. Y se burla del lenguaje corrupto de la política basado en la hipocresía, la lisonja y la mentira. Según él, Dios es un monarca o –mejor dicho– un tirano, Satanás se identifica con Leviatán y Belcebú se asemeja a una “columna del Estado”, a un rey arrogante y severo. Por último, si estos indicios aún fueran pocos, no está de más recordar que Milton figura entre los acérrimos defensores de la libertad de expresión con su Areopagítica, el panfleto dirigido al Parlamento inglés tras el intento de censura de sus Tratados sobre el divorcio. 

Fuente: El vuelo de la lechuza







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