El camión. Marcelo Rubio






Marcelo Rubio


          El horario de salida se fijó para las 5:30, pero pese a que conductor y mecánicos estuvieron a tiempo la marcha no se inició hasta las 7:45. A esa hora los 90 metros de largo del camión iniciaron el viaje por la ciudad con una velocidad máxima de 8 kilómetros y ruta trazada en las avenidas más amplias. La demora fue causada por los ingenieros y su preocupación puesta en la resistencia de los neumáticos junto al sistema de suspensión. Razones no les faltaban, la bobina a transportar pesaba 300 toneladas y ponía en riesgo toda la estructura del vehículo. Una vez cargada sería imposible el cambio de flejes y cubiertas. 
          El viaje estaba programado para tardar seis horas y se advirtió a la población, especialmente a los automovilistas, sobre los problemas en el tránsito que ocasionaría la marcha de este gigante. Los canales de televisión apostaron cámaras a lo largo del recorrido, e incluso las radios colocaron móviles con el objetivo de transmitir pormenores.



          Jorge Bamonte era el chofer y Carlos Aróstegui, junto a Fernando Casas eran los dos mecánicos auxiliares que caminarían al lado del camión observando cualquier tipo de posibles inconvenientes, verificando la resistencia de neumáticos y elevando los cables que pudieran impedir el avance.



          Hasta las 7:44, la ciudad latía agitada, a ritmo enloquecido. Pero al minuto siguiente, cuando la trompa del camión asomó por el hangar para recibir el sol y encarar la primera avenida, todo se ralentizó. Gran parte de la población estaba mirando por televisión o escuchando por radio. Al igual que aquella noche de 69, cuando el Apolo XI alunizó, muchos contuvieron la respiración viendo el inicio de una marcha cansina.



           Los curiosos se fueron agolpando en las veredas dispuestos a observar ese paso fúnebre, las caras de concentración del chofer y sus ayudantes. El primer momento de tensión se vivió casi a dos cuadras de la partida. Casas, ladero izquierdo, levantó ambas manos y con una corrida corta se acercó al conductor. Los frenos bufaron. Llevó varios metros pero por fin el camión se detuvo. Tanto los presentes como quienes los seguían por radio o televisión sacaron diferentes conclusiones. La seriedad del inconveniente creció cuando Aróstegui abandonó su posición a la derecha para ir hacia el otro lado. Por un instante los tres hombres se posicionaron observando una de las ruedas. A decir de muchos, la pericia de Casas había evitado un problema mayor.



           El gesto de Bamonte marcaba que la solución no era sencilla, en sus manos caía la responsabilidad. Fue en ese instante cuando comenzaron a llamar al chofer con el nombre de Tito. Tito debía lograr mover el camión algo así como un cuarto de giro de eje para que el inconveniente fuera superado. Tito se colocó en cuclillas frente a la rueda del problema. Él lo ignoraba, pero había toda una ciudad esperando. Miró hacia la cola del camión quizá buscando un punto de referencia. Se incorporó, caminó unos pasos, se distanció de la mole y le dijo algo a Aróstegui. Casas, a pesar de no ser consultado, dijo que sí con la cabeza.



            Tito apuró el paso hasta la cabina. Subió. Besó el crucifijo que colgaba del parasol y mirando por el espejo retrovisor hizo avanzar el gigante. Fue preciso. Los pulgares en alto de sus mecánicos le permitieron lograr su primera sonrisa. El público comenzó a aplaudir. “Fue en una sola maniobra” destacaban eufóricos los cronistas, y los chicos que jugaban en los patios olvidaron usar el nombre de sus héroes para comenzar a llamarse Tito. La niña que nació a esa hora en el hospital municipal, recibió por nombre Tita y la gente ya no decía “sos el mejor” ahora decían “sos un Tito”. Aquel hombre a bordo de un pesado y lento camión comenzaba a cambiar la vida de una ciudad.



            Todo se había vuelto lento, el tránsito sin que hubiera bocinazos; los hechos se iniciaban al andar del camión de Tito y parecía que nunca iban a terminar. El viento no corría, apenas se animaba en una brisa tímida. Adormecidas, así transcurrían las horas.



            Con el problema solucionado llegaron al primer giro, todos confiaban en Tito y su capacidad. Aróstegui se adelantó unos metros para servir de referencia, valiente, como estacado en la bocacalle, casi en holocausto ante el gigante pesado que con lentitud era conducido a abandonar su línea recta.



             Los músculos de la cara de Tito se tensaron, cada quien podría sospechar la fuerza de las manos sobre el volante. Aróstegui movía los brazos instando al chofer para que girara toda la dirección. El calor y los nervios parecían reinar. Como pudo, Tito, pasó una mano por la frente para secarse el sudor. Una chica imprudente se lanzó en carrera hacia la cabina, trepó con habilidad el escalón de la puerta y con una toalla le secó el rostro. Dos policías de tránsito se arrojaron sobre la mujer. No faltó quien sospechara que el rostro del chofer había quedado impreso en aquel lienzo. Tito de Lugano, conduciendo el pesado camión rumbo a un sacrificio sin cruz ni sangre, pero no menos cruel.

             El vehículo comenzó a ingresar en la nueva avenida, el cielo se nubló, un trueno perezoso hizo levantar la vista. Dicen que en ese momento comenzó a llover, pero todo era tan lento que las gotas no lograban llegar al suelo. Casas marcó con las manos la necesidad de no demorarse en nimiedades y Tito hizo rugir el camión poniendo la sexta marcha.



              Antes del siguiente giro un grupo de mujeres arrojó al paso claveles blancos y hubo más de una dama que aprovechó para revolear alguna prenda íntima. Tito, sin apartar la vista del camino, saludó con clásico gesto de conductor y se permitió el lujo de hacer sonar la bocina del gigante.



              Los siguientes inconvenientes estuvieron relacionados con la altura del cableado, para eso Casas y Aróstegui llevaban enormes lanzas con ganchos merced a los cuales levantaban los cables liberando el paso de Tito y su nave. La multitud aclamaba el salvado de cada obstáculo con aplausos y vítores. En las esquinas más concurridas se armaron puestos para la venta de fotos del camión, Tito y los mecánicos. Alguien preguntó para qué era la bobina, los gritos taparon la respuesta.



               Aróstegui y Casas no descansaron ni en los últimos metros, tampoco se relajó Tito. Antes de llegar al galpón observaron un improvisado grupo de porristas que intentaron una no menos desorganizada coreografía acompañada por la música de la banda municipal. Las chicas juntaron sus pompones rojos y como en un truco de magia, entre ellos apareció el intendente aplaudiendo a los hombres diciendo “Bienvenido Tito y sus valientes laderos”.



                Tan pronto la última rueda del camión ingresó al depósito, se oyó el primer bocinazo, el jefe municipal respondió preguntas con rapidez, el viento corrió con fuerza, las gotas de lluvia comenzaron a caer, la impaciencia ganó la pulseada.



                 A las ocho de la noche Tito Bamonte, Casas y Aróstegui terminaron la tarea. El único recuerdo de aquella jornada fueron los restos de un pompón de porrista, que brillaba silencioso bajo el alumbrado público.






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