El otro simulacro. Pablo Martínez Burkett



María Kodama


Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas.

Jorge Luis Borges, Pierre Menard, autor del Quijote

Quizás realmente eso que llamamos azar no sea sino nuestro desconocimiento de las leyes que rigen la causalidad. O quizás la vida misma sea una multiplicación de simulacros destinados a perdernos en una feliz ignorancia. Honestamente, no me encuentro capacitado para tomar partido, sea por el incógnito precursor, sea por la proliferación de representaciones posibles. Que el lector saque sus conclusiones de los hechos que paso a contar.

Una vida de trashumancia me tenía detenido en el Noroeste argentino. Vivir a dos mil metros sobre el nivel del mar no es tan malo como suena, pero una vez terminada la jornada laboral, las posibilidades de entretenerse eran escasas. Del módico inventario de distracciones, previsiblemente elegí frecuentar una antigua pulpería que oficiaba de bar y salón comedor. Era imposible eludir el hechizo de esas paredes de adobe, la puerta recargada y, sobre todo, la reja centenaria tras la que despachaban dos hermanos mellizos, que parecían estar allí desde los tiempos de la Colonia. Empecé a acercarme en las tardecitas y con algún recelo, finalmente fui admitido en la mesa más caracterizada del “Irineo”. En una ocasión, el nombre me dio la oportunidad de citar al más memorioso de los mortales y enhebrar alguna glosa sobre su autor. La tertulia abrió los ojos como si hubiera mentado un aparecido. La caña de naranja me había trabajado fulero así que fui incompetente para dimensionar los gestos que se cruzaron sobre los vasitos de vidrio esmerilado. En la total inadvertencia, agregué que era coleccionista de libros sobre Jorge Luis Borges y que estaba recogiendo testimonios de quienes lo conocieron para escribir una biografía definitiva. Todos me miraron con un sagrado horror. El comedido de turno buscó el asentimiento del boticario y con orgullo me informó que en el pueblo se guardaba un secreto maravilloso que seguramente iba a saber apreciar. Cuando terminó su relato estuve a punto de sumarme a la chacota, imaginando que era una tomadura de pelo al porteño recién llegado, pero las caritas sonrientes me convencieron de que esta gente realmente creía lo que estaba diciendo. Es más, como en un rito iniciático, me hacían cómplice de su regocijo. Por un tiempo y a fuerza de repeticiones, yo también encontré las memorias que me pedían. De regreso a Buenos Aires, creí exorcizarme de todo aquello. No estaré seguro hasta que acabe con esta narración.

María Hercilia Codana se defendía modestamente como peluquera. Hacía más de veinte años que había recalado en Palo Blanco, heredada por una tía sin hijos que le había dejado una casita con un patio lleno de limoneros y un local donde funcionaba el salón de peinados “DuBarry”. El interior de la provincia de Catamarca es espeso en los veranos, pero para una mujer sola, promediando los cuarenta, resultó un refugio. Aunque todos en la familia decían que parecía más hija de la tía China que de su propia madre, no recordaba mucho de su benefactora. De hecho, durante años fue “La Chinita”. Ahora que estaba mayor, ya nadie la llamaba así y era simplemente la Hercilia. Alta, frágil, caminaba ligeramente inclinada hacia adelante. Los rasgos aindiados le daban una austera hidalguía, las canas acentuaban su belleza.

Cuando era una muchachita, se había enamorado de su jefe con pasión, con el desconsuelo de quien ama a un hombre casado. No obstante que las falsas promesas de separación no menguaron su amor, un cáncer la convirtió en la amante de unas pocas fotos y unos recuerdos desparramados. Sin trabajo y sin futuro, se fue de la inhóspita Reina del Plata. No le costó adaptarse a los silencios, las siestas, la parsimonia. Era lo que necesitaba. Si seguía sumergida en el bullicio temía que el tiempo erosionara toda evocación del amor perdido. En el pueblo, las semanas se hicieron meses y los meses resultaron años y su piel fue tomando el color de los cerros. Aunque era difícil hacer distingos entre los días, poco a poco fue recuperando la felicidad. No puede decirse que haya sido una esmerada coiffeuse pero las vecinas acudían al salón para repasar atrasadas revistas de actualidad, trapichear el último chisme, intercambiar recetas y exhibir el ascenso de un esposo, los goles de un hijo o los fastidios de una suegra. Su habilidad para la escucha le había merecido la consideración de las comadres. Sus consejos habían ayudado a más de una. Cuando alguien se interesaba por su propio pasado, se limitaba a musitar cuánto había querido a su finado Jorge.

Algunos achaques recurrentes la persuadieron de anotarse en un servicio médico prepago. El personal del hospital zonal era competente, pero saber que podía contar con los profesionales de la capital provincial la dejaba más tranquila. Completó los trámites y chequeos previos, abonó la primera cuota y un día le llegó el carné en un sobre. Las dimensiones del plástico conspiraron contra una filiación completa y salió impreso a nombre de “María Codana”. Mientras trataba de reconocerse, encontró una imprevista esquelita que decía: “María yo la amo, porque Borges la amaba”. Al principio no entendió. Después cayó en la cuenta de que un empleado de la prepaga, honesto pero distraído, la estaba confundiendo.

De Borges sabía lo que cualquier argentino. Le sonaba mejor por la imitación de un cómico televisivo que por su obra. Sus conocimientos abarcaban unas pocas incertezas: un escritor postergado al Nobel por sus ideas políticas, anacrónicas y deliciosamente incorrectas; respuestas alambicadas; un humor corrosivo y no mucho más. Cuando era chica le habían dado a leer en la escuela un cuento cuya primera frase guardaba: “En Junín o en Tapalqué, refieren la historia...”. Ni entonces ni ahora lo había entendido.

Pero el de la prepaga no fue el último de los equívocos. Cuando llegó a hacerse cargo del negocio, le pareció oportuno renovar algunos detalles de la decoración. El presupuesto no alcanzó sino para sustituir los cuadritos de unos amarillentos Yul Brynner y Deborah Kerr en “Ana y el Rey” por unas fotos que recortó de la revista “Hola”. Entre vistas de Ibiza y la Plaza de Toros de Sevilla, interpoló unas del entierro de Borges en un cementerio de Ginebra, sucedido para esas fechas. A ella le hubiera gustado asistir a la última despedida de su amado, pero no pudo más que fisgonear desde lejos, mientras fingía alinear las flores marchitas de una tumba cualquiera. No eran fingidas las lágrimas. Alcanzó a ir un par de veces a la Chacarita antes de mudarse. Calmaba el remordimiento de esa ausencia con la costumbre de rezar un Padrenuestro cada vez que miraba las fotos con dolientes, también ajenos, arremolinados alrededor de la fosa abierta en tierra suiza. Un día que se quedaron a solas, la profesora de Literatura se animó a preguntarle cómo había sido. Por pudor, la clienta se cuidó siquiera de nombrarlo y simplemente levantó la vista hacia las fotos. La tomó tan desprevenida que respondió sin pensar, confiriéndole al escritor las virtudes y méritos que le sustrajo a su muerto. No hizo falta mucho más para disparar la tragicomedia. Si no tenía idea del prócer literario, menos de la esposa adquirida en un supuesto matrimonio in extremis. En la biblioteca popular se informó un poco más. Sintió por la mujer una inmediata simpatía pero también rechazo. No había muchos libros de Borges. Los leyó con sincero esfuerzo pero sin comprensión. Las mitologías nebulosas, los juegos especulares y los laberintos filosóficos le interesaron menos que la vida de compraditos y cuchilleros. Se atoró declamando poemas y trasegó cuentos incomprensibles. Pero no todo el esfuerzo fue en vano. Aprendió algunos de memoria y hasta logró conmoverse con aquel verso que agradece el amor, que nos deja ver a los otros como los ve la divinidad. Eso era exactamente lo que sentía por su muerto. Sacó copias del “El impostor inverosímil Tom Castro”, “El simulacro”, “La otra muerte” y “El muerto”, relatos en los que creyó ver prefigurado el contorno de su historia personal. Se fue forjando una idea del hombre que se dejaba vivir para que el personaje pudiera tramar su literatura. A fuerza de lecturas y relecturas, su vocabulario se pobló de expresiones que aplicaba con destreza. Terminó por conocer más a este Jorge Luis que a su, ya mudo, Jorge Alberto.

Una tarde, concluyó que todo aquello profetizaba el destino para el que había sido elegida. Fue preciso tejer nuevas causas y forzar efectos, suprimir pretéritos e imaginar futuros. No parece necesario tener que aclarar que la maleable realidad terminó encajando perfectamente dentro del frágil cristal de sus sueños. Los límites se tornaron difusos y se aferró al argumento de que si para la insondable divinidad, los teólogos del famoso cuento formaban una sola persona, bien ambos Jorges terminarían siendo uno solo; y por lo tanto, no estaba mal consagrarse al recuerdo unánime.

Igual, cuando le llegaron unas flores y un pedido de entrevista para el matutino local, se alarmó bastante. Como palabra amable pero firme se excusó, alegando el deseo de preservar la intimidad del homenajeado quien, declinando las honras de fanáticos, seguidores y arribistas, había querido morir fuera de la Patria. Del mismo modo, al elegir vivir allí, ella renunciaba a todo aquello para consagrarse a la meditación conmemorativa. Tal afirmación completó el último capítulo de la farsa. El provincialismo xenófobo y la exaltación del pintoresquismo sobraron para fraguar el resto. El pueblo pronto se sintió tan honrado de cobijar a semejante enlutada que públicamente no se habló más de lo que festejaban en privado. Ella los dejaba hacer, como en una alucinación o en el reflejo de una pesadilla. Prefirió ser la viuda ficta de un escritor, que la patética doliente de un hombre que ya era llorado por otra con mejor derecho. Y entonces se entregó a su rol, asistiendo a actos escolares, inauguraciones, homenajes y veladas patrióticas. Sin estridencias, ocupaba un sitial de privilegio, recibía los agasajos y pésames, pero todo en medio de sobrentendidos que sólo podían percibir los que estaban en posesión del secreto. Para ciertos aniversarios, hasta se animó a pronunciar algunas palabras, para el júbilo de unos muy pocos sectarios. Cerraba sus apariciones recitando el igualmente apócrifo poema “Instantes”. Al llegar al versículo que dice: “Por si no lo saben, de eso está hecha la vida, sólo de momentos”, genuinamente se le quebraba la voz. La gente aplaudía, lloraba, se iba a sus casas llena de piedad. Habían podido entrever lo inefable en la voz de su viuda. Habían conocido a María Codana.

Una vacante en Buenos Aires me trajo de regreso. Me costó adaptarme otra vez a la locura. Un poco por nostalgia, otro poco por imprudencia, quise escribir esta historia. Ya me estoy arrepintiendo de la traición.

© Pablo Martínez Burkett, “Los ojos de la divinidad”, Muerde Muertos, 2013

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