El naufragio del mundo. Juan Basterra


Aylan Kurdi


Juan Basterra

En la foto hay un niño. La toma nos muestra unos zapatitos de suela marrón y unos pantalones azules que apenas sobrepasan las rodillas. La remera roja no llega a cubrir el ombligo. Las olas avanzadas en la playa bañan su pequeña cabeza. El pelo es marrón oscuro. No vemos su rostro, que descansa sobre la arena pedregosa que recibe las aguas del Egeo. El lugar se llama Bodrum y es un desierto rincón de la costa turca. El niño tiene tres años y está boca abajo.

Se llamó Aylan Kurdi (se llama, debería decir; los seres como bien escribió el italiano Claudio Magris, no dejan de ser, sino que simplemente son). Era el segundo hijo de la familia de Abdullah, un kurdo orgulloso de ascendencia armenia. El niño nació en una pequeña población siria, Kobane, recostada sobre un río de aguas barrosas e inmemoriales. Su padre le había enseñado los rudimentos de la pesca a orillas del río. No durmió la noche de su primer pez. Miró las estrellas a través de la pequeña ventana de su habitación y agradeció confusamente a Dios haberle permitido sujetar fuertemente el sedal. Nunca se preguntó si era justo o no pescar los peces. Los mayores lo hacían, y eso era suficiente.

Desde su casa de piedra veía el perfil borroso del macizo del Yabal Ansariyya pensando que era un gigante. Así lo decían los niños vecinos y los mayores de la familia. Todos los días acompañaba a su madre al mercado central. Le gustaba mirar los nísperos y el alto bordó de las moras. Lo asustaba el babuino que paseaba el mendigo del portal.

Durante las tardes, de rodillas, miraba orar a su padre en la mezquita principal del barrio, un conglomerado atestado de descendientes de antiguos armenios. Observaba con entusiasmo el sol declinante sobre las casas vecinas mientras pensaba en la cena caliente que lo esperaba de regreso a casa. Tenía dos amigos, Abbas y Bilal, con los que jugaba en los caminos polvorientos de la plaza. Dormía con sus dos hermanos en una amplia cama de madera de acacia y colchón delgado. Le gustaba ser arropado en el invierno.

No conocía el Mal, pero lo temía. Sus amigos mayores y los adultos, hablaban de unos hombres que avanzaban desde levante trayendo el fuego y la destrucción para degollar a los niños como él. Cuando le dijeron que antes de morir, cada uno de los sentenciados era puesto de rodillas en el suelo, de espaldas a los verdugos, no entendió el verdadero alcance de las palabras, pero sintió un principio de alivio. Imaginaba el día en que tuviese que llevar barba, como casi todos los hombres de su pueblo, y se acariciaba con orgullo las delicadas mejillas.

Aprendió a pronunciar la palabra “bomba”. La repetía temblando en los intervalos del estruendo.

Conoció el mar. Lo vio desde la altura de una bahía y sintió que no había nada más hermoso en el mundo. Su padre le señaló el confín de las aguas y le dijo: “en ese lugar lejano, tendremos nuestra próxima casa”.

Dos meses después de la promesa embarcaron en un bote inflable en las proximidades de Bodrum. Los hombres que traían el fuego y la destrucción avanzaban sobre Kobane. Así lo repetían sus padres y los vecinos. Así lo afirmaba el humo negro en los cielos próximos. Los ahorros de la familia pasaron a engrosar el bolsillo de Alí Mendhi, un iraquí de la provincia de Dahuk y experto en el cruce del estrecho que separa la península de Bodrum de la isla griega de Kos.

Cuando subió al bote en brazos de su padre, miró con curiosidad a sus compañeros de travesía. Se reconoció en ellos. Volvía a mirar los rostros que tantas veces había cruzado en la plaza y el mercado. Su madre llevaba puesto un pañuelo lila sobre los cabellos; su hermana, uno celeste. No sintió tristeza al dejar el suelo pedregoso de la playa. El lento vaivén de la embarcación lo mecía en un duermevela puntuado por el sol del horizonte.

Tocó con las puntas de los dedos el agua helada. Se llevó los dedos a la boca. Recibió las amonestaciones de su madre. Le produjo extrañeza el sabor de la sal en el agua.

Vio venir las primeras olas con entusiasmo y sin miedo. En el bote, todos gritaban. Pensó que los temidos hombres que invadían el pueblo levantaban la embarcación desde el fondo de las aguas. Miró el salto del barquero. Sintió un golpe fuerte en la nuca. Nunca supo que el enorme peso de la ola lo desprendía para siempre de sus padres y la mañana.

El vaivén del mar lo devolvió a la orilla.


Nota: Publicado originalmente en el suplemento “La chaqueña” del diario “Norte” de Resistencia, Chaco.




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