Lectura para la esperanza. Jordi Rocandio Clua






Jordi Rocandio Clua

–¡No me pegues! ¡Déjame en paz! ¡Otra vez no!

—¡Te he dicho mil veces que no me molestes! Métete en tus cosas.

La puerta se cerró con un fuerte portazo, haciendo temblar los cuadros colgados de la pared del comedor. Era la segunda vez esta semana que Roberto pegaba a su madre. Tenía muy mal carácter y la cosa iba a peor.

La pobre Amparo sufría como nunca y no por el dolor físico que le provocan las agresiones, no, sino por un dolor psicológico. No sabía cuándo había perdido el control sobre su hijo. Lo había intentado todo para que él se sintiera a gusto, incluso le había dado más cosas de las que necesitaba. Tal vez era ese el motivo de su actual comportamiento.

De niño era encantador, trataba bien a todo el mundo. Era simpático, agradable y atento con su madre. Siempre estaba ahí para ayudarla y formaban una familia muy feliz.

De orígenes humildes, se trasladaron a Cataluña desde su Andalucía natal obligados por la fuerte crisis económica de la década de los sesenta. En Barcelona, se pudieron abrir camino poco a poco gracias a la gran cantidad de industrias existentes. Paco, su marido, encontró trabajo de soldador en una nave del Poblenou. Allí le trataban bien y se ganaba el jornal dignamente.

Ella, por su parte, trabajaba limpiando las casas de los ejecutivos de la empresa donde trabajaba su marido. Una vida sencilla, pero que les permitía salir adelante.

Al cabo de unos años, Amparo se quedó embarazada. Estaban muy contentos por su paternidad; pero fue una época difícil, sobre todo cuando tuvo que hacer el parón por el nacimiento de Roberto y los ingresos que ella aportaba fueron nulos. Pasaron los primeros meses y ya se pudo incorporar de nuevo al trabajo, con lo que la situación mejoró. Poco a poco, el pequeño fue creciendo en el seno de una familia sencilla, pero de lo más respetable.

Los años pasaban y Roberto crecía, su educación y buenos modales eran excelentes y en el colegio todos los niños lo querían. Sus notas eran bastante buenas, así que la familia estaba de lo más feliz.

Cuando llegó la época del instituto, la cosa se torció de repente. Un día, mientras Roberto estaba en clase, ella recibió una fatídica llamada. Su marido había sufrido un accidente en la fábrica y se debatía entre la vida y la muerte. Lo ingresaron en el Hospital del Mar y pasó meses en coma.

La situación fue muy dura para la familia. Paco seguía vivo, pero como si no lo estuviera.

Desde la empresa al principio lo apoyaron. Sin embargo, pasados unos meses, le pagaron la indemnización y lo echaron a la calle, lo que significó un golpe terrible para la familia. Ella se consideraba una mujer viuda y con un hijo adolescente a cargo. Ya os podéis imaginar la situación.



Esa edad de por sí era dura, pero si a eso le sumabas la casi pérdida de un padre y largas horas de soledad, debido a las interminables jornadas de trabajo de su madre, el riesgo de que se descarriara era enorme.

Roberto empezó a cambiar a peor, su carácter se agrió y todo empezó a darle igual. Las notas en el instituto desmejoraron y se juntó con amistades peligrosas. Su madre apenas lo podía controlar y todo se fue haciendo una pelota cada vez más grande.

Una mañana, después de largos meses en coma, la vida de Paco se apagó para siempre.

A Roberto le afectó mucho, ya que había cogido como rutina visitar a su padre casi a diario en el hospital. Lo echaba mucho de menos y esos encuentros lo calmaban un poco. A partir de su muerte, el control que la presencia de su padre ejercía sobre él desapareció y todo empezó a ser insoportable para la pobre Amparo.

Ella ya se había hecho la idea de vivir sin su Paco, pero lo que no pudo prever es el rumbo que cogió la actitud de Roberto.

Al principio, él simplemente estaba triste, pasaba mucho tiempo en su habitación, llorando y casi sin salir. Amparo no sabía qué hacer para alegrar un poco la vida de su pequeño, así que empezó a concederle todos los caprichos que le pedía a ver si de esta manera salía del pozo donde estaba metido.

A partir de entonces, Roberto empezó a ser cada vez más exigente y, si su madre no hacía lo que él quería, le gritaba y abroncaba sin piedad. Ella permanecía callada, apartaba la mirada e intentaba satisfacer los caprichos de Roberto, tanto en lo que se refería a gustos culinarios como cualquier objeto material que el niño deseara.

Cierto día, Roberto se encaprichó con una consola de videojuegos. A ella no le supo mal comprarla, ya que, mientras estaba jugando, podía descansar de sus gritos y mal comportamiento. Cuando llegaba de trabajar, Roberto ya había cenado la comida preparada por ella el día anterior y no protestaba. Vivía muy centrado en sus juegos como para discutir si los macarrones estaban o no a su gusto.

Durante unas semanas, todo fue más o menos bien, su relación parecía haberse estabilizado y su niño la dejaba más o menos en paz.

No obstante, un día la llamaron del instituto. Hacía días que Roberto no iba y ella no se había enterado porque se iba muy temprano a limpiar casas. Al regresar entró en la habitación a hablar del tema con Roberto. La reacción violenta no se hizo esperar, su niño la abroncó, primero, por invadir su espacio y, luego, por sacar el tema del instituto. Le dijo que él ya era mayorcito y que hacía lo que quería, que el instituto no le interesaba y que no iba a ir más.

Ese fue el primer día que recibió un empujón. Roberto la había echado de su cuarto.

La cosa fue empeorando con el tiempo. Roberto estaba totalmente enganchado a un videojuego en particular y pasaba decenas de horas pegado a las pantallas. Cada vez que ella le decía de cenar, se llevaba una bronca y algún que otro empujón. Los portazos eran continuos en esa casa y Amparo, como es lógico, estaba desesperada.

Un día, se dijo que las cosas no podían continuar así y que tenía que hablar seriamente con su hijo. Le iba a proponer que buscara un trabajo. Ya había alcanzado la mayoría de edad y no podía ser que ni estudiase ni trabajase. Algo tenía que hacer con su vida.

En una de las salidas nocturnas de Roberto para comprar patatas fritas y demás cosas para pasar horas enganchado a los juegos, Amparo aprovechó para esconderle el mando de la consola y así poder hablar con tranquilidad.

Cuando el joven regresó y no encontró el mando, se armó una buena. Salió gritando como un energúmeno y, sin pensarlo, golpeó con fuerza a su madre, estirándole de los pelos y obligando a que dijera dónde lo había ocultado. La deseada conversación nunca llegó a producirse. Roberto retornó a su habitación y no salió en dos días, hasta que el hambre le pudo y saqueó la nevera de nuevo. La situación era insostenible.

Un día cualquiera, mientras Amparo vaciaba el armario de Paco para intentar pasar página, encontró un paquete envuelto en papel marrón y con una cuerda fina de cáñamo alrededor. Se extrañó de no haber visto nunca ese objeto. Lo abrió intrigada y descubrió que era un libro. La tapa era diferente a la de otros libros, tenía un color azul y negro que producía destellos cuando lo movías. No había visto jamás algo parecido. Lo abrió y dedujo que se trataba de una novela que Paco habría comprado en algún momento, ya que su marido era un gran lector. Cuando lo apartó para seguir limpiando, una nota se deslizó de una de las páginas y cayó al suelo. Amparo la recogió y la leyó. Decía: «Nada es lo que parece». No venía firmada.

Estuvo un rato pensando sin llegar a ninguna conclusión, así que no le dio más importancia. Apartó el libro a un lado y siguió a lo suyo. Cuando salió de la habitación, lo dejó encima de la mesa. Escribió una nota para Roberto y se fue a dormir.

Al día siguiente, salió temprano a trabajar. Roberto todavía dormía. Al despertarse, salió de su habitación para ir al baño y prepararse el desayuno. En el momento en el que se sentó a la mesa del comedor, se encontró con el libro y la nota de Amparo encima. La leyó. En ella le decía que ese libro había pertenecido a su padre y que era un buen recuerdo para que él lo guardase.

Entre cucharada y cucharada de sus cereales, lo abrió por curiosidad y ojeó las primeras páginas. Quedó fascinado de inmediato. La historia que allí se contaba lo enganchó enseguida. Era como entrar en un mundo mágico donde las historias y aventuras se sucedían sin descanso.

Cogió el libro y se metió en su habitación. Por primera vez en muchos meses, se olvidó de la consola y sus juegos.

Cuando Amparo llegó a casa, se quedó alucinada. Había silencio y no se escuchaba por ninguna parte el volumen de la televisión de Roberto, siempre demasiado alto. Se acercó a la puerta del cuarto de su hijo, la abrió un poco y lo vio tumbado en la cama leyendo el libro de su padre.

Ella no dijo nada y se fue a preparar la cena, disfrutando como nunca de ese silencio y de ese ambiente relajado.

Cuando ya la tenía lista y dispuesta en la mesa, le pegó un grito a su hijo para que viniera a cenar, pero nadie le contestó. Extrañada, se dirigió de nuevo a la habitación y vio que seguía tumbado con el libro en sus manos. Obviamente, no quiso perturbar esa paz y lo que hizo fue dejarle la cena en su escritorio, al lado de la consola.

Los días pasaban tranquilos. Roberto seguía enganchado al libro y se mostraba más tranquilo. Casi no se hablaban, pero no era necesario. Ella le llevaba la cena al dormitorio y disfrutaba feliz de su nuevo estilo de vida. Tenía que aprovecharlo porque, cuando se acabara el libro, no sabía qué podía pasar.

Al pasar un par de semanas, empezó a extrañarse de que no hubiera acabado de leer el dichoso libro. No se quejaba, pero no podía evitar preocuparse por él. Decidió acercarse a la habitación y preguntarle cómo iba, si le estaba gustando la novela y cuánto le faltaba para terminar.

Cuando entró, Roberto estaba leyendo. Ella se acercó al escritorio para recoger la bandeja con la comida anterior y notó algo extraño: unas migas en la mesa, en dirección a la ventana. Pensó que era muy raro y decidió investigar un poco, así que se acercó y notó que había hormigas llevándose los restos. Se acercó más con intención de abrir la ventana y, cuando se asomó para seguir el rastro de aquellos insectos, contempló horrorizada cómo en el patio interior de debajo, estaba acumulado un montón de comida en estado de putrefacción. El olor que subía era muy desagradable y revoloteaban muchas moscas. El piso de abajo estaba vacío y nadie se había quejado. De inmediato, se giró para observar a su hijo. Debía de hacer muchos días que no comía y, al fijarse bien, lo que vio la asustó por completo.

Roberto estaba cadavérico. Desde ese ángulo podía verle el su rostro, que siempre estaba oculto desde el umbral de la puerta. De inmediato, se acercó a él.

Lo llamó por su nombre, lo zarandeó, incluso lo abofeteó para ver si reaccionaba, pero nada. No apartaba la vista del libro, estaba completamente absorto.

Cogió el teléfono y llamó al 112. Enseguida llegaron los sanitarios, pero tampoco pudieron hacer nada. Se hallaba en un estado de absoluta demencia, nada le hacía responder.

Se lo tuvieron que llevar al hospital para hacerle pruebas. Tenía una fuerte desnutrición y estaba deshidratado, pero su estado de salud en general era bueno. Sin embargo, su mente se había perdido en algún momento y no fueron capaces de recuperarla.

Al cabo de un tiempo, lo tuvieron que internar en un hospital especializado en deficiencias psíquicas, ya que se mantenía impasible ante todo y lo tenían que alimentar artificialmente. Su reacción ante la comida era muy curiosa. Cuando le ponían algo de comer delante, lo cogía y hacía el ademán de tirarlo por la ventana. No era agresivo ni nada, simplemente tenía esa manía.

Un día de visita, cuando Amparo entró por la puerta, su hijo la miró. Ella se asustó porque hacía semanas que estaba en estado catatónico. Se acercó a él y le preguntó si se encontraba bien. Roberto pronunció una sola palabra: «libro». Ella le preguntó de nuevo qué era lo que había dicho y volvió a decir lo mismo: «libro».

Llamó a los médicos y les consultó si debía o no traer el libro. Ellos le dijeron que de ninguna manera que, si volvía a leer cualquier cosa, seguro que empeoraba.

Regresó a su casa muy apenada. Por una parte, su vida había cambiado de una manera radical. Nadie le pegaba ni le gritaba y se sentía bien por eso. Por otra parte, se odiaba a sí misma por sentir alivio al no estar su hijo en casa.

Cuando llegó a su hogar y entró en la habitación de su Roberto para limpiar, observó el misterioso libro encima de la cama. De inmediato, lo cogió y lo tiró a la papelera. Algo se deslizó entre las páginas y cayó al suelo. Era una nota, pero diferente a la anterior. La cogió y se dispuso a leerla. Decía así: «Disfruta de la vejez en calma, amor mío».



Esta vez, la nota sí tenía una firma. La miró y, a primera vista, el trazo le resultó familiar.

Se detuvo unos instantes a observarla.

Se quedó paralizada al comprobar que aquella rúbrica era de su difunto marido.










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