Conduciendo al general. Marcelo Rubio


Amelia Bence en Todo un hombre

Marcelo Rubio

Para Miguel Cabrera.

Ejercí por años una profesión vieja, de esas que la gente procura ignorar. Comencé a hacerlo por dinero, luego vino el placer, el perfeccionamiento profesional, hacerme un nombre. No perdí sentimientos con el correr de los años, jamás los dejé de lado. En verdad hubo clientes con quienes me manejé mejor, tuve más llegada. Soy capaz de afirmar: es imposible que algunos de los miles que pasaron por mí puedan acusarme de poco amable. Siempre una sonrisa, una palabra amistosa, un gesto afable, fuera buena o mala la propina. En la oscuridad todos perdemos el rumbo, pero saber que alguien nos acompaña brinda seguridad.

He visto ciento de crímenes y no porque el barrio donde trabajaba fuera peligroso. Pude observar cara a cara a los asesinos, contemplar amores prohibidos, reír con chistes viejos. Nunca me permití contar detalle alguno a mis clientes, aunque pensándolo bien lo hice una vez, el día que vino el General.

A los diecisiete años empecé a moverme en lo que fue mi único lugar de trabajo, el cine Gaumont. Linterna en mano -traje azul con detalles dorados, guantes blancos- esperaba al espectador. Ofrecía el programa y como un Caronte sin barca, a cambio de una moneda los conducía hasta la butaca. Algunos confiaban en mi capacidad y me permitían seleccionar la ubicación. A veces éramos dos los acomodadores, pero yo resultaba ser el más buscado, muchos me esperaba para que los guiara. Es posible que mi desenvolvimiento no alcanzara los niveles de Carlos Astrid, acomodador del Cine Lorange, de modales refinados, conocedor de cinco idiomas. Peinado a la gomina, sonrisa perfecta, perfumado, enamoraba a mujeres jóvenes y mayores. Se rumoreaba sobre sus amoríos, algunos de ellos detrás de los cortinados espesos. O el caso de Alfredo Iribarzun, del cine Losuar, amado por los niños pues llevaba los bolsillos llenos de caramelos. En el Magestic los hermanos Loza no sólo conocían los secretos de las ubicaciones, también sabían los gustos del espectador.

En el Nilo estaba Rodolfo Munir, el Turco. Un accidente de tranvía lo había dejado con una pierna de palo. En mitad de la película se escuchaba el “toc, toc, toc” de la madera contra el piso mientras avanzaba en la oscuridad una luz torpe y despareja.

La modernidad trajo la decadencia de esta profesión. Nadie se viste con la elegancia de nuestros años. Ya no hay programas de papel barato con publicidades de pizzerías, sastrerías, librerías; el detalle la película, duración y protagonistas. Nosotros conocíamos cada secreto de la sala, sabíamos qué lugar era conveniente para las damas. No permitíamos que longilíneos se sentaran delante de algún chico y le entorpeciera la visión. Estábamos atentos a cualquier movimiento en la sala. Y es mentira que si no recibíamos propina contábamos el final de la película. Aunque yo lo hice una vez, cuando vino el General.

Los nervios de la primera función que trabajé en el Gaumont no los voy a olvidar. Me sudaban las manos, sentía las piernas flojas. Esa noche hice un papelón. Llevando a una pareja de ancianos tropecé en la escalera y perdí la linterna. Rodó escaleras abajo, terminando su recorrido al borde del escenario. Corrí para recuperarla. Totalmente avergonzado me acerqué a los ancianos para ubicarlos en el mejor lugar. Ella me dio un billete que rechacé, no había sido honorable mi tarea.

Las noches de estreno uno sabía si la película sería o no un éxito. Más de un crítico no entraba a la sala, se acercaba a los acomodadores y con gesto distraído preguntaba:

-¿Y?

- Un bodrio, no pasa de esta semana.

Así se armaban las críticas en La Prensa o El Mundo, por ejemplo. Yo amaba los films, los veía luego de acomodar al público, y en la salida me quedaba escuchando los comentarios. Me emocioné con Pelota de Trapo; con el final de la Guerra Gaucha, ese cura ciego tocando la campana. Cuando vi Ciudadano Kane supe que pasaría a la gran historia. Así también estaba convencido de que Dios se lo pague, debió ser admirada en el mundo entero, no sólo por la historia de aquel mendigo millonario, papel que llevaba adelante Arturo de Córdoba, sino por la belleza de Zully Moreno. Y si de cosas bonitas hablo, no puedo negar que me enamoraron los ojos de Amelia Bence brillando como nunca junto a de Francisco Petrone, en Todo un hombre.

Hitchcock era uno de mis preferidos, no siempre sus películas lograban llenar las localidades, pero quienes asistían culminaban la función felices de tanto cine. El viernes que vino el General era la segunda noche en cartelera de La soga. Yo la había visto tres veces. Esa noche dejé la sala después de acomodar a una joven y observo entrar al hall del Gaumont al General Perón, Presidente de la Nación. Vestía su uniforme blanco, zapatos impecables la gorra bajo el brazo y un cigarrillo en la mano izquierda. Estaba solo, sin custodia, parecía algo desorientado. Me acerqué.
-General, ¡qué sopresa verlo por aquí!

- Romualdo, compañero, ¿cómo le va?

- ¡Sabe mi nombre! – se escapó de mi boca.

- Si usted conoce el mío, cómo voy a ignorar el suyo. ¿Hace mucho que empezó?

- Recién nomás. Es La soga.

- Dall, Granger, Mogan y Stewart, ¿verdad?

- Si, General. ¿Fila del medio?

- Prefiero de las últimas, si es que hay lugar. No quiero que me vean.

- Venga por acá, no saque entrada, gentileza de la casa.

Aplastó el cigarrillo contra el cenicero de pie.

- Una pregunta más, Romualdo, ¿Cómo termina?

Me quedé mirando sin comprender.

- En confianza, Romualdo, entre usted y yo, ¿cómo termina? No se lo voy a decir a nadie. Comprenderá que no puedo quedarme hasta los títulos.

Nunca lo había hecho, conté el final de la película en pocos segundos. Luego lo acompañé a su lugar. En la oscuridad lo pude ver feliz, disfrutando del buen cine. Faltando diez minutos se levantó.

- ¿Ya se va, General?

- Sí. Así que los asesinos son… ¡Qué buen final, qué lo tiró. Este Hitchcock debería ser argentino.

Sonrió y salió meneando la cabeza. Lo vi ir hacia Congreso, luego volvió sobre sus pasos y se dirigió a Casa de Gobierno. Aquello de las bombas y aviones sucedería años después, pero esa noche no lo sabíamos.


Alfred Hitchcok. The Rope
  
 
                                                               

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