Hoja de ruta. Jordi Rocandio Clua


"El séptimo sello". Partida de ajedrez con la muerte. Ingmar Bergman


Jordi Rocandio Clua

Estaba sentado ante uno de mis peores rivales de este juego mortal. Había sido muy difícil llegar sin ser neutralizado y era un milagro que todavía estuviese con vida.
Mi nombre es Jason y tal vez hayáis oído hablar de mí.
Si estáis leyendo estas líneas es porque las escribí bajo coacción, pero mereció la pena.
Estad atentos, esta es la historia de como una llamada me trajo hasta aquí.  
Eran las doce del mediodía de un radiante y caluroso día de junio. Hacía poco más de diez minutos que me había levantado de la cama.
La noche anterior había salido a tomar unas copas en uno de los bares clandestinos a los que solía ir y el alcohol había hecho mella en mí. La vuelta a casa había sido tranquila y creo que nadie me siguió hasta el piso franco.
Cuando salí del lavabo, escuché como el móvil sonaba en alguna parte de la desordenada habitación. Rebusqué entre las sábanas y lo encontré.
Descolgué antes de que saltara el contestador.
–Jason al habla. Entendido. La dirección de siempre. Allí estaré. A las catorce horas. Sí.
Colgué el teléfono con una sonrisa dibujada en los labios. Era justo el tipo de desafío que necesitaba en esos momentos.
Me moví con rapidez, tenía menos de dos horas para llegar al destino y no iba a ser nada fácil. Entré en el lujoso vestidor y escogí un traje de entre los allí colgados. Eran todos iguales, así que no me costó elegir.
Pasé al aseo y me entretuve el tiempo justo para dominar la rebelde melena. Cuando me di por satisfecho, cogí un maletín y salí por la puerta.
Como cada vez que salía de casa, miré a ambos lados del pasillo para comprobar que no hubiera nadie esperándome. Avancé hacia el ascensor, apreté el botón y me dirigí a las escaleras de emergencias. Si alguien vigilaba el ascensor se llevaría una desilusión.
Llegué al callejón lateral del edificio y me agaché detrás del contenedor de las basuras a escuchar atentamente durante un minuto. Silencio absoluto. Eso era bueno.
Salí a la calle principal con precaución, atento a cualquier movimiento fuera de lo habitual.
Me fijé en un vagabundo que no tenía localizado. Podría ser uno de ellos, pero enseguida desapareció calle abajo con una bolsa de papel marrón en la mano.
Avancé en dirección a la entrada del metro, sin duda el mejor medio de transporte para huir de posibles perseguidores. Lo tenía todo –bullicio, túneles, salidas en varias direcciones–.
Era el mejor sitio para desaparecer si eras un poco habilidoso. Saqué la T-mes y accedí al gran vestíbulo. Tenía que ir hacia la dirección habitual, así que pude observar con detenimiento a la gente que me acompañaba.
Algunos eran rostros conocidos, vecinos del barrio a los que ya tenía calados; otros eran auténticos desconocidos, con los que tenía que tener cuidado.
A simple vista nada parecía sospechoso, pero al acercarme a las escaleras mecánicas pude observar, por el rabillo del ojo, como un señor con una gabardina negra cerraba la revista que estaba leyendo y se colocaba unos pasos por detrás de mí. La tensión aumentó de inmediato y metí la mano en el bolsillo de la chaqueta. Acaricié la navaja que siempre llevaba conmigo y me tranquilicé un poco.
Una vez en el andén, me dirigí al final, cerca de uno de los túneles por si tenía que huir por él. Desde allí pude observar como el hombre de la gabardina me miraba discretamente para, a continuación, volver a abrir su revista y disimular. Tenía que estar atento.
El tren llegó y empezó esa locura tan característica de subidas y bajadas de los vagones.
Esperé hasta que sonó la señal para entrar. El hombre, al oírla y ver que yo entraba, se subió con una rapidez digna de admiración.
Me situé mirando hacia su dirección, no podía perderlo de vista. El hombre miraba hacia todas partes como buscando a alguien. Igual no estaba solo y me estaban acorralando.
Entonces, el sospechoso debió encontrar a quién buscaba, puesto que se dirigió con pasos decididos al siguiente vagón.
Decidí seguirle. No quería que se organizaran para cazarme. Si tenía que actuar allí mismo, en medio de tantas personas, lo haría sin pensarlo.
Entró en el siguiente vagón, lo tenía a pocos metros de mí. Se acercó a una chica y la beso en los labios. ¡Maldita sea! debía ser su esposa. Ese hombre no sabía lo cerca que había estado de sufrir un “accidente”.
Vi un sitio libre y me senté más relajado, había sido una falsa alarma. Cuando corres tanto peligro, cualquier precaución es poca.
El resto del viaje fue tranquilo. Cinco paradas más adelante me bajé del tren y, aunque debía coger la salida norte, me decanté por la sur. No podía repetir la misma ruta dos veces seguidas.
La luz del sol me cegó en cuanto salí a la calle, por lo que con un movimiento rápido me deslicé a la derecha y me escondí en la pared del quiosco que allí había. No sería la primera vez que aprovechaban esos momentos de ceguera para actuar. La gente miró extrañada, pero ignoraban lo delicado de la situación.
En cuanto la vista se acostumbró, salí del escondrijo. Antes eché un buen vistazo a los alrededores. Todo despejado.
El objetivo no estaba lejos, dos manzanas me separaban de él. Sin embargo, no podía relajarme. La mayoría de misiones no se finalizaban por la confianza de saberse cerca del lugar. Si alguien se había ido de la lengua, ya te podías dar por finiquitado.
Caminé una manzana y media y vi el local en el que me tenía que infiltrar. Me situé detrás de una furgoneta negra a observar la entrada.
Había mucho movimiento, no paraba de entrar y salir gente. En parte eso era bueno, si jugaba bien mis cartas, podría introducirme sin ser detectado.
Caminé despacio y tranquilo como me habían enseñado a hacer durante años. Encaré la calle y, cuando estuve a la altura de la puerta, aproveché que una señora la abrió para deslizarme al interior detrás de ella.
Era un local bastante grande, al final había una barra con dos camareros. Decenas de mesas con personas almorzando se extendían ante mí.
No tardé en localizar al objetivo. Estaba de espaldas a la puerta y no se había percatado de mi presencia. Me acerqué despacio, me senté delante de él con la agilidad que me caracteriza y puse el maletín encima de la mesa.
El hombre que tenía delante miró el traje que llevaba puesto con mucha atención. A los pocos segundos se le torció el gesto.
–¿Otra vez el traje, Tomás?
–¿A qué se refiere? Mi nombre es Jason. No se mueva o tendré que eliminarle.
–¿A que saliste de fiesta ayer por la noche?
–¿Cómo sabe eso? ¿Me ha estado siguiendo? –miré a ambos lados para asegurar mi ubicación.
–¿Tomaste alcohol?
–Sí, pero a usted que le importa. Tengo una misión que cumplir y…
–¿Cuántas veces te he dicho que no mezcles alcohol con las pastillas? ¿Es que no aprendes? ¿No recuerdas la última vez?
–¡Oh, mierda! –varias imágenes me vinieron a la mente. –¿Jesús?
–Sí, Tomás, soy Jesús, tu hermano. Te he llamado para nuestra partida de ajedrez de los jueves.
–Lo siento, Jesús. No volverá a pasar. Ya sabes que tengo problemas para controlarlo. 
–Eres la leche, hermanito. No sé de qué me sorprendo. Si es que no puedo dejarte ni un día a solas. Seguro que has tenido un viaje de lo más movidito, los usuarios del metro habrán alucinado.
Los dos hermanos se rieron a gusto mientras colocaban las fichas en el tablero.






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