La idea de materia en Arthur Schopenhauer. Miguel Antón Moreno


Arthur Schopenhauer




Miguel Antón Moreno

“El mundo es mi representación”. Dos palabras resuenan fuerte en esta seria sentencia, como dos notas marcadas por un bombo grande y pesado. “Esta es una verdad que tiene validez para toda esencia que vive y que conoce”, añade don Arturo, al comienzo de su obra magna: El mundo como voluntad y representación. El mundo, aquello donde acontecen (y se enfrentan) todas las cosas. Debemos ser cautos con esa inconmensurable palabra, pues la filosofía de Schopenhauer es hija de la de Kant, quien había aniquilado en su sistema las tres grandes ideas metafísicas: dios, alma y mundo. Kant entiende mundo como un pseudoconcepto, como una idea falsa y mal formada. Es por ello que, después del solterón de Königsberg, esta idea queda trastocada para siempre. El mundo es para Schopenhauer la consecuencia de esa condición de posibilidad que es la representación, que se da en el sujeto y que es anterior a cualquier otra forma que permita el conocimiento. Nada de lo que pertenezca al mundo podrá escapar de este condicionamiento al que el sujeto está sometido. El mundo implica, además, una simultaneidad en la que se entrelazan el espacio y el tiempo.


"En el solo espacio, el mundo sería rígido e inmóvil: ninguna sucesión, ninguna alteración, ninguna acción; pero, suspendida así la acción, también quedaría suspendida toda representación de la materia. 
[…] En el mero tiempo, en cambio, todo sería efímero: ninguna permanencia, ninguna yuxtaposición y, por ende, ninguna simultaneidad, y, en consecuencia, ninguna duración; por tanto, tampoco habría materia".

Sólo a través de la unión entre espacio y tiempo, nos dice Schopenhauer, se generará la representación de la materia, siendo el tiempo sucesión únicamente, el espacio situación y la materia nada más que causalidad. Lo que define la materia es su acontecer en relación con todas las demás cosas; su acción sobre el objeto inmediato. De aquí que causa y efecto sean la esencia de la materialidad. Uno de los puntos clave que apuntan hacia una visión materialista de Schopenhauer es el desacuerdo con su maestro en su visión de lo que constituye la sensibilidad pura del entendimiento. Kant había postulado que las formas puras a priori de la sensibilidad, el espacio y el tiempo, eran constructos que, en sí mismos, estaban vacíos y aislados, ajenos a toda determinación. Sin embargo, nuestro sombrío filósofo defiende que esta concepción no es adecuada porque la sensibilidad de las formas puras presupone ya la materia. Espacio y tiempo no pueden quedar nunca vacíos de contenido porque la materialidad representa ese contenido precisamente, al ser aquéllas realidades sensibles. La materia, por tanto, es la cristalización de espacio y tiempo a través del entendimiento, facultad que puede conocer la causalidad (o la materia, que vendría a ser lo mismo).

Esta nueva forma de entender la materia es bien distinta de la que tradicionalmente asociamos al pensamiento materialista. Recordemos que, para esta corriente, la materia es la sustancia primaria a partir de la cual, en sus distintas formas de organización, surgen todas las cosas, incluida la conciencia. En oposición al idealismo, reconoce la primacía de la materia frente a los estados mentales, o incluso su unicidad. El enfrentamiento del que parte el materialismo tiene claros antecedentes. Pensemos en la Grecia clásica y en los presocráticos, en las primeras manifestaciones de materialismo y en sus concepciones primigenias. Tales de Mileto y su elemento primario, el agua, como principio material voluble, que adopta múltiples formas; Anaximandro y su arché, lo indeterminado (áperiron), a partir de lo cual se produce destrucción y generación; Anaxímenes y el aire, principio regidor del que todo está compuesto; Demócrito, físico y atomista, con su concepción mecánica del mundo, en el que los átomos ni se generan ni se destruyen, sino que se agrupan para componer y descomponer los cuerpos. Pensemos en el hilemorfismo aristotélico, concebido como el compuesto de materia y forma, y asumido después en la tradición escolástica bajo las nociones de cuerpo y alma. Pensemos en el advenimiento de la Modernidad, y la distinción de Descartes entre res extensa y res cogitans. Todas estas ideas desembarcan en el pensamiento del filósofo pesimista para dar lugar a la materia como causalidad.

Pero ¿es posible que Schopenhauer pasase por alto al mentor de su propio maestro? ¿Ignoraba acaso el escepticismo de Hume y su negación de la idea de causalidad? ¿Dónde quedó la famosa bola de billar? ¿Volvió a caer Schopenhauer en los brazos del apacible sueño dogmático? En absoluto. El filósofo alemán conocía a la perfección los planteamientos del rollizo escocés. Por eso precisamente tuvo que refutar su escepticismo arguyendo que la intuición, aquello que nos permite conocer, además de sensorial es también intelectual, quedando definida como el “conocimiento de la causa a partir del efecto”, por lo que ya presupone la existencia de la ley causal. “La ley de la causalidad precede a la intuición y a la experiencia como condición suya y, por ende, no puede derivarse de éstas (como pensó Hume)”. El escepticismo de Hume consistía en esto precisamente, en que el conocimiento de la ley de causalidad dependía de la experiencia (por ser empirista, claramente). Pero la existencia de la intuición intelectual demostraría la necesidad de la existencia de la causalidad también. Así es como Schopenhauer invalida los audaces planteamientos del escocés, una tarea que no podía pasar por alto si quería defender su idea de materia como causalidad.

Nos encontramos aquí, como hemos esbozado, con una visión materialista de Schopenhauer. Ahora bien: ¿en qué se parece lo que podemos rescatar de materialismo en el filósofo alemán a las corrientes materialistas contemporáneas? Desde el materialismo filosófico ya se perfilaron los enlaces entre una filosofía y otra. El mismo Gustavo Bueno habló sobre la relación entre ambos sistemas, planteando una congruencia entre su ontología y los distintos géneros de materialidad defendidos en su obra, y las clases de materia que se pueden hallar en la filosofía de Schopenhauer. El primer género de materialidad del materialismo filosófico (M1), tendría una correspondencia con el primer tipo de objetos para el sujeto que distingue el alemán, es decir, aquellos objetos físicos que se suceden en el espacio y en el tiempo, y que se nos presentan como percepciones. Sería todo aquello que conforma nuestra realidad empírica. El segundo género de materialidad (M2), estaría conformado por aquellos objetos que no se alojan en el espacio y el tiempo; toda clase de conceptos, ideas abstractas, fenómenos psíquicos e históricos, que se distinguen de las meras percepciones. En el tercer género de materia (M3) se incluirían las ideas unidas y articuladas que además incluyen a los dos géneros anteriores, lo que en Schopenhauer podría identificarse con los objetos matemáticos, geométricos… La materia ontológico-general (M) sería en este caso la representación, todo lo que el sujeto pueda representarse, en tanto que eso constituirá precisamente el mundo. Pero esa representación del sujeto jamás podrá ser la representación de sí misma, sino que el sujeto podrá representarse únicamente como ser volente, y no como ser cognoscente. Y ¿qué ocurre con la voluntad? ¿Dónde queda ese principio cósmico que dirige y devora el universo, esbozado por Spinoza en su conatus? Según el materialismo filosófico, la voluntad implicaría tanto a la materia general como a la específica y especial, M y Mi, pues la voluntad sería la fuerza absoluta y el principio que permitiría distinguir entre ambas y captar su conexión.

¿Implica esto que ya Schopenhauer esbozó lo que diría Gustavo Bueno en el siglo XX? Por supuesto que no. Ni siquiera podríamos afirmar que nuestro apesadumbrado filósofo alemán pertenezca a la corriente materialista (pues además la critica duramente). Lo que podemos apreciar en su obra es un reconocimiento de la idea de materia como elemento a tener en cuenta para construir una noción del mundo, con rasgos compartidos. Una idea a la que, además, dota de un nuevo significado. La distinción fundamental entre ambos sistemas filosóficos consiste en que la interpretación del mundo de Bueno es pluralista y racionalista, asumiendo el concepto platónico de symploké, que niega rotundamente que “todo tenga influencia en todo”, y que “nada tenga influencia en nada”; la de Schopenhauer es monista, en tanto que concibe la voluntad como el principio que unifica todo el universo, desvertebrando así el concepto de symploké y con él la discontinuidad de las cosas. El mismo Schopenhauer dedica un pasaje en su obra a criticar la postura materialista: “El absurdo fundamental del materialismo consiste en que parte de lo objetivo, toma como último fundamento explicativo una cosa objetiva”. Según nuestro querido gruñón, el materialismo sería un intento de encontrar el estado más primario y simple de la materia y, partiendo de él, desarrollar todos los demás estados en sentido ascendente, del más sencillo al más complejo, de las partículas irreductibles a la complejidad animal y humana. El materialismo no es posible para Schopenhauer. Es inválido porque prescinde del sujeto, que es precisamente la condición de posibilidad del conocimiento. Como idea del mundo que es, el materialismo no podría enunciarse en ningún caso sin la intervención del sujeto que la configure. El principio del que parte Schopenhauer, que no hay objeto sin sujeto, hace imposible para él todo materialismo. Escribe él mismo: “El materialismo es, por tanto, el intento de explicarnos lo inmediatamente dado por lo mediatamente dado”. Bajo el sistema de Schopenhauer no se podría alcanzar una esencia del mundo como la materia, “pues lo que en el fondo nos da a conocer no es sino la relación de una representación con otra”. El objeto más simple implicaría ya inmediatamente la aparición del sujeto.

Todas las cosas para Schopenhauer son absolutamente una y la misma. Bajo el absolutismo de la voluntad no hay cuerpos realmente separados ni una completa individuación. Todas las cosas que creemos disgregadas en el espacio y sucesivas en el tiempo en realidad son una sola. Esa voluntad no es un objeto, sino una fuerza universal, eterna, imperecedera, que se expresa inexorable. La síntesis de Platón, Kant e hinduismo origina una fuerza abominable y voraz, eternamente insatisfecha, que no entiende de leyes, signos o edades en su realidad infinita. Todo son apariencias veladas que imbrican una línea de representaciones bajo la que habita la voluntad ciega, siempre vacía de contenido, de las que se alimentan las fauces de la nada. La materia sería para la voluntad una mera anécdota que en su significación causal le permitiría expresarse de una manera más.


Fuente: El vuelo de la lechuza  





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