La "incultura" de Roberto Arlt. Abelardo Castillo





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Abelardo Castillo

  Primera superstición: Roberto Arlt escribía mal. Esto apenas debería inquietar a nadie. Fueron los contemporáneos de Arlt quienes señalaron su torpeza estilística, su casi brutalidad, su mal gusto; pero ya se sabe que lo mismo hicieron de Dostoievski y Cervantes. El problema no es éste. El problema aparece cuando releemos, hoy, libros como "El juguete rabioso" o ciertas páginas de "Los siete locos" y "Los lanzallamas". Es cierto: algo anda mal en muchos textos de Arlt. Palabras como "morcona", "doncella", "menestrala"; giros exóticos del tipo "sucio como un muladar" -aplicados a un ámbito como Buenos Aires, que nunca se caracterizó demasiado por la abundancia de mulas-; descripciones de tipo geométrico en las que una enagua o un rayo de sol pueden ser bisectrices de algo, nos hacen sentir incómodos. Pero si de veras queremos entender qué significa escribir bien, aunque se escriba mal, leamos la literatura argentina de esa época. Pensemos en la prosa imposible de libros como "Nacha Regules", en esos monobloques de adjetivación y locura que son todas las páginas de "La guerra gaucha", en objetos como "La gloria de don Ramiro", por sólo citar ejemplos irrefutables. Situada en ese contexto verbal, la prosa de Arlt sencillamente responde a la norma de lo que se entendía en esos años como literatura. El peor defecto de Arlt es el mismo que el de los escritores de su tiempo, incluído el maestro reconocido de todos: Leopoldo Lugones. Arlt intentaba escribir como los españoles, se deslizaba inconscientemente al "tú", evitaba repetir verbos aunque esto lo llevaba a escribir palabras como "soliloquéo", para decir que Erdosain pensó. Queremos demostrar, en suma, que estaba haciendo lo que más decía odiar: estilo.
  En otras palabras, el defecto de Arlt era un exceso de lo mismo que aquejaba a casi todos los escritores argentinos de su tiempo, y si hoy lo notamos es porque es casi el único al que seguimos leyendo.
  Hay muchas maneras de probar la excelencia de una obra; la más educada y sencilla es buscar sus ecos en los que vinieros después. En el teatro inglés contemporáneo, incluso o (sobre todo) en el llamado teatro del absurdo, resuena aún la palabra de Shakespeare; Kropotkin y Dostoievski notaron que la literatura rusa sólo anhelaba repetir un arquetipo, "El capote" de Gógol; en la Argentina, desde hace cincuenta años, no hay casi escritor que no le deba algo a Arlt. Onetti, Sabato, el Marechal de "El banquete de Severo Arcángelo", toda mi generación -con resultados lamentables a veces-, han ido fatalmente a parar a Arlt. También Borges. Más de un crítico ha denunciado lo que el propio Borges admitió con sosegada naturalidad: el cuento "El indigno", de "El informe de Brodie", es apenas la reescritura de uno de los temas de "El juguete rabioso", un homenaje a Arlt. Hoy Arlt sigue siendo leído con fervor y es nuestro contemporáneo; libros como "La guerra gaucha", "El mal metafísico" o "Zoigoibi", son piezas de museo. Arlt escribía mal -cuando escribía mal- porque se había propuesto lúcidamente escribir bien. Y cuando realmente escribía bien -lo que hoy entendemos por escribir bien- fundó, con Borges y Marechal, un modelo de prosa argentina que es el origen de la mejor narrativa de nuestros días.
  Segunda superstición: la incultura de Arlt.
  Juan Carlos Onetti, aunque para exaltarlo, lo ve como un analfabeto iluminado y genial; Julio Cortázar deplora que Arlt no leyera a los catorce años los libros que él y Borges leían. Cortázar cita la primera página de "El juguete rabioso" donde el narrador dice que lo inició en la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz, y que se pregunta: "¿Qué leíamos Jorge Luis Borges y yo a los catorce años?". Dejo de lado el malestar que causa ese maniqueísmo coqueto (por un lado, el pobre Roberto Godofredo; por el otro, nada menos que Borges y yo) y me limito a señalar su ingenuidad. Creer seriamente que Arlt era Silvio Astier porque "El juguete rabioso" está escrito en primera persona, da lo mismo que creer que Kafka era un orangután porque escribió "Informe para una academia", donde el narrador es, notoriamente, un mono. Y creer que es posible escribir, bien o mal, aunque en general muy bien, "Los siete locos" sin haber leído otra cosa que "Rocambole" es creer demasiado en la fábula que todo escritor inventa para mostrarse ante el mundo. Cervantes cometió el error de decir que era un mal poeta y nadie volvió a leer sus versos. Baudelaire, que en más de un aspecto era casi un santo, se jactaba de ser tan malo que acabaron por meterlo preso. Roberto Arlt nombró a Rocambole y nosotros lo rocambolizamos para siempre.
  Para empezar, las citas o alusiones literarias de las primeras cincuenta páginas de "El juguete rabioso" no son inocentes. Detecto a Baudelaire, a Fenimore Cooper, la "Historia de Francia" de Guizot, a Chateaubriand, a Lamartine, a Le Dantec, a Darwin, "Los trabajos y los días" de Hesíodo", "Las montañas del oro: Leo tres o cuatro díalogos en muy correcto francés y me encuentro con la metáfora, en la página quince: "Desde ese día hasta la noche del gran peligro, nunca nuestra amistad fue comparable a la de Orestes y Pílades". No voy a preguntar a qué tragedia se refiere Artl en ese párrafo -o por qué elige a Pílades, que en realidad era preceptor Orestes, para significar esa amistad-, voy a pedir que se repare en la familiaridad con que alude a ese vínculo. ¿Qué debo pensar?, ¿que Arlt simulaba una cierta cultura libresca?, ¿que le parecía elegante citar a los griegos? Y, ¿por qué debo pensarlo?, si dada la textura de ese capítulo, podría haber tomado ejemplos de cualquier libro de aventuras. Lo que sí pienso es que la relación entre Pílades y Orestes le resultaba por lo menos tan cercana y expresiva como a cualquiera de nosotros la de Martín Fierro y Cruz, la de Aquiles y Patroclo y quizá la de Gilmesh y Enkido, o, para hacerlo más fácil, la de Batman y Robin. Arlt hace dialogar a dos personajes en francés. ¿Debo pensar que Arlt ignoraba absolutamente ese idioma y que, como por otra parte haría cualquier escritor, se tomó el trabajo de pedirle a alguien que le inventara un diálogo correcto?
Pero, ¿por qué debo pensarlo? Si le creemos a Umberto Eco cuando cita en latín, si le creo a Cortázar, a Bioy Casares o a cualquier chico roquero cuando citan en inglés, ¿por qué sospecho de que Artl no sabe lo que está diciendo? No hay más que una respuesta: porque a priori desconfío de Arlt, porque he creído candorosamente que es posible ir hasta tercer grado de la escuela primaria y luego, sin leer un solo libro, escribir "Los siete locos". Porque soy, en suma, un tilingo o una persona que ignora por completo lo que es el trabajo interno, espiritual, la formación secreta del escritor.
  Se sabe que la madre de Arlt le recitaba a Dante y a Torcuato Tasso; se sabe también que entre los escritores que admiraba el Arlt joven no estaban sólo los rusos -teniendo en cuenta que ruso, acá, quiere decir Dostoievski, Chéjov, Andreiev, Gorki, Tolstoi, Turgueniev, Gógol, vale decir un considerable capítulo de la cultura humana-; se sabe que Arlt mismo declaraba su admiración por Baudelaire y Marcel Proust; se sabe que en el prólogo a "Los lanzallamas" cita una acción narrada por Joyce en el cuarto capítulo del "Ulises", y no hay que ser ningún lince para ver que había leído bastante teatro y especialmente el de Pirandello. aunque, por las mismas razones que tenía al citar a Rocambole, lo negara. Si a esto le agrega la opinión que tenía de todos los escritores argentinos de su tiempo -a los que no cabe ninguna duda que sí había leído- y si se tiene en cuenta el hecho elemental de que un escritor ha leído siempre muchísimos más autores de los que necesita o quiere citar, la imagen del Arlt inculto, casi analfabeto, del "Goya canyengue" (Cortázar), empieza a ser bastante menos creíble que la del Arlt que siempre hemos sospechado todos: un lector voraz y desordenado, un autodidacta a la manera -pero en otra dirección- de los tantos que ha dado la literatura argentina, empezando por Sarmiento o Hernández, siguiendo por Lugones o Martínez Estrada y terminando en Borges. No estoy invirtiendo el mito. No quiero reemplazar el Arlt expulsado por imbécil de los colegios, por un Arlt proustiano que oía los rumorosos versos del Tasso en boca de una madre italiana y melodiosa y que, a escondidas, leía en griego a Platón o versificaba en alejandrinos franceses; no, digo que Roberto Arlt fue, en un sentido esencial, un escritor por lo menos tan culto como cualquier otro escritor que ha encontrado su destino de escritor.

"Ser escritor"





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