Franky. Carolina Diez
Carolina Diez |
Carolina Diez
Cuando me dí cuenta/noté/anoté que ya no tenía esperanza, era tarde. Los diálogos interiores ya tenían vida propia, solo algunos lograba canalizar artísticamente, solo a veces sublimaba, la mayoría quedaba discutiendo en mi cráneo, mientras caminaba, subía al colectivo, mientras la vida pasaba adelante.
Siempre vas a estar sola, dijo alguna, pero se retractó al instante, no tenía ganas de discutir.
Afuera, sol, calor, verano estático, otra vez. Adentro ventilador, tecnología, varios libros empezados, adentro las voces. Le buscan el sentido a los chakras, a la música, cosas que no tienen que tener ninguno sentido, por fortuna.
Los vecinos hablan, por supuesto. Trata de no oírlos
Está sola
Es sola
Siempre había sido así
Ahora, el último tiempo, se sabía a sí misma a consciencia en esa soledad, sus sueños se lo confirmaban. Se soñaba rodeada de gentes, de manifestaciones, de tumultos y cúmulos y alborotos de entes y sus auras y sus gesticulaciones, que no eran gestos, que no eran rostros sino máscaras, sino moldes de máscaras, fachadas endebles, caras. Caras vanas.
(Agosto 2016)
2008
Advertencia
Lo que se expresa a continuación es la aproximación a la incompleta historia de cierto incompleto personaje que interactúa de manera dudosa con otros aún más incompletos personajes en un marco volátil de cierto universo existencial poblado de incompletitud.
Preludio
“Acércate, azaroso visitante. Has entrado al vientre mismo del placer carnal, al siniestro paraíso de la mística cultura sanguinaria. Puedo mostrarte cuanto quieras. Puedes tomar mi mano y visitar cada cuarto de mi soberbio hotel. Guiaré tus ansiosos y atolondrados pasos hasta mi lecho y yacerás, embriagado hasta la médula de éxtasis prenatal. Algunos me llaman hechicera. Otros, llanamente puta. En mi frente puedes leer: ‘Cíngara de los Lamentos’. Antes de evaporarme, seré tu consuelo. Antes del nuevo día pagarás con sudor cual salvaje pecador que se abandona al deseo. Sigue mis pasos. Baila al compás de este ritmo gitano. Más cerca, muchacho, no puedo sentir del todo el aire tibio que entra y sale constante de tus pulmones ajados. El aire envenenado. El aire que reina aquí. El aire del silencio. Shhh! Nunca, nunca respondas a lo que digo. Mis palabras no tienen sentido, eso nunca lo olvides. Te contaré, más tarde, una historia hecha con muchas de ellas. Pero sólo, sólo si no lloras.
I
“Franky golpeó la puerta dos, tres veces. Pero nada. Se dio media vuelta. Viró a todas partes y no logró identificar rastro alguno de humanidad. De vida. Sólo un solitario alguacil pasó volando, despidiendo centelleos celestiales, siguiendo a un barrilete hipnótico. Tiempo muerto. Nada más. Volvió a golpear dos, tres veces. No hay nadie, parecía decir un eco desde adentro. ¿Desde adentro de dónde?, se preguntaba Franky. Nada responde. Giró sobre sus pies a cada punto cardinal imaginable. Giró en redondo sobre sí mismo y encontrose solo. Diminuto y acobardado. Incapacitado de actuar. Casi muerto. Bajó los peldaños hacia la vereda. Pateó la chapita insolente que se adaptó finalmente a su suela y caminó con ella hasta la esquina. El viento rumiaba en cada bocacalle. En cada cruz individual. Se imaginó un nenito parado en la otra esquina. Y en la otra. Y en la otra, también. Nenitos como él, esperando la tormenta. Se miró los cordones desatados y suspiró satisfecho por haberlo practicado ya antes; difícilmente alguien podría enseñarle en tales circunstancias. Ató todo como corresponde. Con doble nudo, como tienen que hacer los nenes. Con doble esfuerzo, si se quiere, y cruzó. Una calle que rezaba, en el cartel de neón intermitente en surrealismo, ‘siempre’. Y la dejó atrás. Es cierto que no tuvo tiempo para despedirse; que nunca se presentó la oportunidad; que la soledad te remolca inconsciente, en reversa. Así Franky se fue en busca del barrilete.
“Valentina cambiaba las sábanas dos, tres veces por semana. Barría el mismo suelo dos, tres veces por jornada. Se cepillaba los dientes dos, tres veces después de convidada. Y una antes también. Pero Valentina no lloraba de madrugada. Franky, una vez, quiso besarla sin que ella se acercara; besarla con factor sorpresa entrepuesto a las miradas. Pero ella siempre lo miraba. Hacía todo, todo lo que pudiera hacer falta y todo a la vez y con ganas. Valentina era simultánea. Ciertas veces, ni siquiera hablaba, pudiendo pasar días sin que pronunciara palabra. Otras, sólo lo hacía si se burlaba: ‘Sí, sí, seguro. Ahora también diremos que existen los milagros; que los recuerdos nos sobreviven y que el cielo es azul. ¡Cómo podemos hablar tanto!? Tanto, tanto, pretendiendo saber. Hasta creyéndolo. No te asustes’, miraba a Franky atontado frente a sus pupilas salientes de fanático paroxismo, elevaba los brazos; ‘…esto será, posiblemente, una manera de llegar, a algún extremo. A todos. ¿Acaso eco sordo habrá hablado?’. Colocaba su mano cóncava detrás de la oreja, se estaba poniendo melodramática y Franky solo atinaba a oír: ‘¿Podés sentir cómo todo está dando vueltas en las suelas? ¿en la sien? Cómo todo está perdiendo el sentido y, no, no alcanza con mirar. Estarse ahí, viendo cómo se desabotonan los husos horarios, los compases de colores, la siempre primera expiración. Pero no!! Dónde te fuiste? Cierto: somos retazos de tiempo. Será lo único que tendremos de valioso, en circunspecta realidad somera. Abran, cauces del miedo de los huesos.’ Y lloraba un diurno ratito, inútilmente Franky le recordaba que no se había ido a ningún lugar, que ahí estaba. Acostumbrado a ella ya, Franky el escabullidor se escapaba por la puerta entornada -en su perpleja mismísima cara- y salía a vagar. Vagaba sin ella de madrugada. Generalmente, tampoco mochila acarreaba. Buscaba la esquina oscura que alguna vez lo resguardara y allí prolongaba la estancia. Por lo pronto, la olvidaba. De madrugada. Pero, por suerte, Valentina nunca lloró de madrugada.
“Franky la vagó, también, a esa madrugada. La mochila aplastaba su porte y sus sombras lo acompañaban discretas. No, no tenía destino. Tenía tabaco, abrigo y un cuaderno a medias en blanco, apenas garabateado en autohipnosis semiprogramada. Franky iba solo en busca de alguna nueva señal que indicara a sus pasos para qué andaba. Pero todas esquinas lúgubres. Macabras máscaras. Ficticias fachadas. Buscaba en su memoria alguna imagen que le renovara las ansias de vida pero panorama marchito; oquedad de los bordes; grisácea obnubilar. Eso era todo. Sí, a veces recuerda a Raúl, sea el anterior o el postrero. A veces, también, a alguna dama evanescente, multiforme, incompletamente diversa. A veces, pensaba en ella. O invocaba uno que otro ocaso perfecto. Nunca más lágrimas, recuerda. Nunca más lamentos, reafirma. No más cruces que pesan; todas son nuestras, hermano viento. Todas vuelan desparejo atravesando los caminos etéreos. Y vagó hasta que el sol llegó para decirle: ‘No tardes, ven al borde de la ciudad a buscarme. Cruza el límite de la coherencia, del cuerpo, del propio arrebato. Intenta seguirme el paso. La luna no te dará más de lo que has encontrado. ¿Y qué has encontrado, Franky el vacío? Nada tienes más que camino por delante, Franky el perdido. Y, tu única suerte ha sido golpear a mi puerta esta noche perpetua.’
“Y Franky llegó, vació el contenido de la heladera y se sentó, ya comiendo, a comer. Largas horas, Franky se estancó en esta empresa vital y luego durmió. Largas horas durmió de a ratos y pesadillas. Despertó, una vez, y hallose solo. Casi sordo. Con las ventanas de vidrio riendo en el viento. Alguien se había ido pero, ‘¿quién?’, preguntaba Franky; ‘¿Quién?’ No era ya momento para estos planteos; la cuestión primordial seguía siendo el rumbo del barrilete. Franky, el olvidadizo, a veces perdía el rastro conciso. Se hamacaba, quizá largas horas, en la nebulosa madrugada. Y, casi siempre, al alba nunca despertaba. Más bien todo lo contrario; se apagaba, accionando el interruptor volta. Automatizando los actos. Cada vez que esto pasaba, despertábase igualmente desorientado. Y siempre esa puerta que cerraba era instantáneamente borrada. Pero Franky reía entre dientes. Vagaba con su mochila aún en cielos atardecientes, aún bajo garúas seminocturnas y hasta por mediodías ardientes. No le temía al camino. Ni a las puertas, ya tampoco. El problema siempre fueron las esquinas, los ángulos, las matemáticas. Los números. Los grupos y los restos. La discriminación y la frívola realidad impuesta. El problema eran las vueltas. Pero Franky el caminante aprendió a seguir derecho. Tras el reverso del semivolátil esqueleto que, de a ratos, todavía perseguía. Y Franky el desamorado se acordó de Raúl, colgado allá, del ventilador del cuarto del hotel. Los ojos desorbitados de placer, de vértigo enloquecido. La mismísima esencia ausente cayendo sobre el desvencijado lecho almohadonado. Se estrella contra el cubrecamas pomposo y ríe, estrepitoso. Salvaje. Insolente. Ríen juntos y brindan por las mismas muertes. Las propias. Ahora olvidadas.
“Y Miranda venía a ser la esperanza. Su afinadísima puntería cuasi élfica la ubicó desde el comienzo en la cima de toda pretensión frustrada hasta entonces. Miranda llenaba las horas ocultas de solemne templanza, del candor corpóreo de las almas blancas. Miranda pisaba el otro extremo de su alfombra mágica y llevaba su propio barrilete desmontable (pero guardado y no fugado). Miranda lloraba y reía. A veces, las dos al tiempo, pero sólo eso. Otras, estática en parálisis presuntamente controlada, algo miraba. Siempre, ciertamente, más lejos que Franky el lejano. Y Franky el frío, la amaba. Por supuesto, no tardó en comprenderlo menos de lo que duró el idilio completo. Y se fue. Franky el audaz, era obtuso y lento en estos términos. Y, sobre todo, incrédulo. Franky intentó, así, borrarla a Miranda la desvariada. Franky intentó olvidarla y cubrir con cenizas sus palabras. Pero Miranda, además, llevaba alas. Y Franky el aventurero se colgaba y volaba. Y ella reía mientras lloraba. ¡Y qué melodioso circo de frazadas! ¡Qué atmósfera plena de cosquillas y ratas! Ahí todas las cosas tenían dos caras. Miranda se fugó una mañana. El invierno le ajaba las plumas y tensaba sus alas. Y así, sin amor, imposible estarse quieta. Miranda no miró hacia atrás, aunque hubiera querido. No revolvió su vuelo para encontrarlo en la esquina siniestra de los mismos sueños. No se tentó a pensarlo noche y día desde lo lejano. Y Franky el efímero, desvanecióse así del corazón inquieto que parecía su espejo. Su final del cuento que se escabullía siempre.
“Entonces, ¿cómo podía Franky el desafortunado, creer en algo? Parecía evidente que no estaba hecho para los goces mundanos. Para compartir para siempre los propios y los de un otro. Buscó otra vez en el cielo alguna clave, alguna estrella que lo acerque al final del arcoiris que creó en sueños, alguna telaraña que lo guíe hasta donde cayó el estropeado barrilete. En otras manos, que Franky no reconoce. En algún rincón del pasado. Tras cierta puerta que no ha abierto. Donde Franky el negado nunca iría a buscar. Pero ¿dónde se esconde?, se preguntaba sin embargo. Corría en círculos por la casa, por el parque, por la ciudad entera. Salió a correr más distancia. En círculos, habitualmente. O vaivén. Sin ángulos. Así, un día, Franky el nómade, se fugó para siempre. Como tantas veces, llenó el archivo temporal de su memoria como pudo y se fue. Por alguna ventana, como corresponde a toda digna fuga. Caminó dos o tres kilómetros de invierno. Se le congelaron dos o tres dedos. Y llegó a un bar. Un antro aromatizado en whisky y hoja de mascar. Tomó dos o tres tragos del primero en un cuarto de hora y carcajeó cierto rato. Alguna mano le acarició la nuca. Algún vaso le devolvió un brindis. Y otro. Y algunas manos fueron y volvieron también. Y, así, mucho tiempo. Algunas veces en ese banco circunstancial, se acordó del barrilete. Hasta lo vio, bamboleándose del otro lado del recinto, bajo la luz espectral de su propio radar, con un blanco en el centro. No ha llevado sus dardos y maldice. Maldice al viento, a los fantasmas, a la absurda búsqueda que lo lleva, a la soledad impetuosa que lo sigue de cerca. Y Franky el desolado, siguió bebiendo sus ratos. Sostuvo esa misma mesa por años. Se enfrascó en la perpetua labor vigía de su faro azul no tan lejano, junto a la puerta del baño, detrás de las sombras grotescas que juegan un pool de otra historia, paralela al retrato de algún prócer esteta que no, que no reconoce a lo lejos. Pero no importa. No importa porque detrás de todo eso se esconde el barrilete. Es sólo una cuestión de tiempo que se alce en vuelo pendular, reptando por el techo y Franky, el paciente, ya no podía perderlo. Al tiempo. Mientras tanto, le quedaban dos, tres vidas para seguir jugando y más o menos los suficientes tragos para completar la inmóvil travesía de los sueños inacabados. Dos, tres veces, cada pernoctar insomne derrochado.
II
– ¿Dónde está la cruz? Me refiero a la verdadera, no al adorno impuesto que cargamos al hombro. ¿La cruz en común? La cruz distinguida, dual y promisoria que intentamos creer que llevaremos juntos a ningún lado.
– ¿Acaso eres tú? ¿Eres tú, Franky el múltiple? ¿Eres tú, acá conmigo? Háblame, no veo más que remolinos en tus ojos, mareas en tus manos ansiosas, sismos mismos de tentáculos desencajados. ¿Cuántas caras tienes, Franky versátil? ¿Cuántas ganas de bambolearte entre lombrices de escarnio, Franky burlado? Olvida ya las calles, las esquinas, los relojes. Olvida los años. Olvida semáforos y colillas, capuchas y lloviznas. Franky viajero, y ve muy lejos. O vuelve de una vez, si es que puedes. Esto no es vida, Franky funesto. Explícame de qué se trata, entonces, Franky, el misterio. ¿Acaso yerro?
– Acá falta un lobo. En mi cuento, el lobo se roba el barrilete. A lo mejor, se lo come. Pero acá no hay lobo. Acá no hay lobo!
– No. El lobo no está porque te lo comiste tú, Franky perverso. Te lo comiste y seguro que ni te acordarás de eso. ¡Ni te has percatado! Pero, en definitiva, alguien tenía que hacerlo. ¿Hacia dónde iríamos, sino, en este circular infierno? Nunca deja de haber atractivas puertas sanguinolentas. Y todas cantan. Pero, Franky, nunca fuiste sincero. No, has dejado tras tus pasos promesas para rellenar el recuerdo, utopías vueltas lamentos. Nada, en estos todos los años, te ha colmado, Franky abstracto. ¿Es que no puedes verlo? ¿Será el tuyo (¿el nuestro?) una especie de proceso sempiterno? Será una burla o un simple espejismo de vivencias. Serás lo que quieras, Franky, si dejas de comértelo todo ni bien está naciendo. El lobo sólo buscaba consuelo. Sosiego. En tus encías careadas de noches ahogadas, Franky funesto. En tus propios sueños comía el hambriento. No arrojes tu vicio lejos, Franky extremo, que es lo único real de tu cuerpo. No desprecies los oídos a medias tiernos que es la mejor ilusión que podremos sostener por un tiempo y, sobre todo, ya no te esfuerces. Ya no reniegues de tu propia esencia, Franky risueño, no renuncies a tu karma y tu camino. Desanda todos los pasos y revuelve las cenizas caídas. Pero no te vayas siempre.
– Froto y froto mis dientes y no logro limpiarlos. Algo pegajosos pende de ellos. Una masa coagulante (¿soy un chacal?). Cierro más los ojos por no poder creerlo. Miro de nuevo al espejo y (quizá) vuelve mi semblante cuerdo. Busco hilo dental, color verde, y remuevo los restos del delicioso manjar vivo que devoré, me figuro, gustoso. Pronto será hora. Sigo sin saber qué tengo entre los dientes pero cuesta sacarlo (por supuesto, reniego de tu sospecha). Remuevo pensando, socavando instantes de espera. Seguiré frotando hasta que se abra esa puerta.
– Tenías que estar más tranquilo, Franky iracundo. Sé que experimentaste, cierta vez, excesivo afecto para con tus pares humanos. Sé que brindaste tu cuajado ser en pedazos excelsos; generosamente empalagoso a tu íntima manera prepotente. Sé que cuentas con años, lamentos y heridas vertientes, Franky el condenado. Pero, Franky, ¡no se puede vivir huyendo! No se pueden dejar las cadenas del tiempo ahí, viendo cómo se produce el colapso nervioso que extinguirá al fin el momento. Debes recordar, Franky el borrado, debes recordarlo todo.
– Ladra. Me está ladrando pero yo no lo veo. Yo no veo, me percato. Mis ojos están vendados y la silla a la que estoy atado parecer ser pura madera. No. Él debe estar atado también. Sino, ya sería en parte carne y huesos roídos y babeados. ¿Lo seré? Yo no veo. Yo no siento, me percato. ¿Es eso una voz, viniendo? ¿Es eso un recuerdo o un fantasma descontento? Es que no veo y eso me desconcierta. Creo oír algo pero todo parece lo de siempre: dudosa monotonía dispersa. Estoy atado, eso lo entiendo. Sentado, parezco. Solo frente al perro incansable de quienes son mis dueños. Quiero que empiece por los dedos. Estoy llegando…
– Piensa.
– Hice buches, recuerdo. Durante toda la noche. Entrada la madrugada, el hedor se hizo más y más calcinante. Por dentro. Mis encías sangraban y creo que también mis ojos. Hice buches de sal y de azúcar. De vodka con limón y de memoria colectiva. Juro que pensé que con eso bastaría. Digerir el problema. Digerir el buche y sus huellas… Pero viscoso. Era viscoso. Nunca había visto algo tan magnífico en su repugnancia. Apelmazado, también. Toqué. Sí, debo haber tocado. Sé que volví a tocarlo. Sé que divago cual trotamundos profano. Sigue ladrando sobre mis propias palabras.
– Recuerda.
– Cuántas noches deshojaron al viento atardeciente… atardeciente. Cuántas risas para disfrazar las cadenas forjadas con celo. Raúl bailaba de a ratos, zapateando a destiempo, descoordinado. Un día entramos agachados al restaurante de un hotel olvidado. Nos metimos debajo de la mesa más sucia. Y, desde ése, nuestro fuerte, repartimos dardos hacia todos lados. Hacia cada plato en porcelana que volaba alimentando la atmósfera siempre tan ridícula e inconexa. Y, cuando llegaron los recios vigilantes a lanzarnos por tierra previa machacadera, fue él quien fingió el colapso, la convulsión amarga y expuesta. Lo hizo perfecto. Nos reímos de esto, más tarde. Mientras tanto, quizá, también. Éramos sólo unos pobres diablos; unos parásitos insecticidas que no encontraban el rumbo. Ésa era nuestra única salvación: la propia miseria, la insignificancia que corporizábamos. Y abusábamos de nuestra inútil existencia negándole así todo progreso. En una hamaca improvisada al borde del río, Raúl me habló del sueño. De mí sueño. Pero era el suyo. Me habló de mi infancia que era la suya. Me habló de su esquina y resultó ser la mía. Dijo que había muchos. Dijo que la sustancia erosionaba. Dijo que nada valía nada y que él siempre arriesgaba. Se tiró por la ventana. Fui marcha atrás pero él corría. Corría el agua con él y pude ver cómo su piel se fundía en las burbujas huecas, llenas de vacío. Pasó mucho tiempo hasta que logré hilvanar un atisbo de explicación para su accionar. Todavía no comprendo mi vida a medias, ni de a pedazos siquiera. Se siguen mezclando el que fui y el que ha vencido.
– La historia es más simple de lo que parece, si uno la acepta.
– Fui el moroso. La primera vez fue porque no había comida. Enseguida, vinieron las deudas, los compromisos y las pérdidas. En fin, el proceso. Pero terminó en simple y macabro afán de oro. De poder y consuelo. Se trataba de erigir la inaugural torre personal de autoconocimiento. Estante y maletas. Una picardía de escaleras. Una fiesta de machimbre y barrotes huecos. Pero el dinero terminó pervirtiendo cada peldaño de esta pendiente. Y jugué sucio, muchas veces. Jugué a lo loco, a lo loro, a lo lobo. Creo, también, que me lo comí. Tengo el don de destruirlo todo. Todo aquello que parecería que importa. Tengo trampa tras trampa en este introcamino necesariamente sinuoso. No llevo perro desde hace tiempo. Creo que los como, como dije antes. Algunas caminatas, también, pierdo mi sombra. Mis calzados. Mis ojos. Y hay cierta gente que no veo hace tiempo. Largo, por cierto. Y, seguramente, en la próxima proximidad panorámica que, azarosamente, compartiremos, la mayoría de ellos dudará ciertos extensos segundos en reconocerme; quizá hasta tantee un inicio de panfleto risueño. Pero no más que eso. La vista vira ya. Y no existo. Pasa en la mayoría de las esquinas. En muchos de los semáforos descompuestos. En todas las historias de la vida. Pero no nací para ser sólo un andante perpetuo. Algunas veces, morí por dinero. Por perder apostando el propio pellejo. Vamos, cobardes, salgan de las sombras, quítense las cabezas y láncenlas a la ruleta de juguete de mi fortuna segura. No le temo a la muerte, vea. No le temo a la pobreza, tampoco. No me atormentan ya las venenosas lenguas. Necesito, vea, necesito probarlo. Ganar de alguna manera, alguna vez desde la primera. Y de nuevo. Y así es como siempre vuelvo.
– Esos eran fragmentos del discurso de excusas a María Magdalena, redactado el día que te fuiste, zoquete en arma (o al revés), directo a la horca. María Magdalena lloró, se relamió las garras detergentadas y llamó a tus hijos a la cama. Dormirían abrazados. María Magdalena lloró toda la madrugada.
– Me perdí en unos ojos verdes, eso fue lo que pasó. Ojos profundo y abrasadores. Ardientes y distantes. Me perdí en sus irises y sus vueltas tambaleantes. Nunca podré salir de este pozo, parece. No podré despegarme por completo de los escombros. No podré reconstruir un pasado coherente de nuestra frágil ficción. Se ha disipado su esencia pero todo termina muriendo. O así empieza, directamente. Todo se está muriendo. Excepto estas paredes que parecen cada día más fuertes. Excepto esta cárcel melodiosa de lamentos que se expanden a los oídos otra vez muertos. A los ojos. Ante los ciegos y los sordos. Ante todo lo acabado desde el principio. Ante todo, moriremos también momentos. Pedazos de ser, moriremos. Me quedé solo acá, muriendo. Has encontrado una salida, al parecer, mi paloma etérea. O un hoyo opuesto. Una alternativa igualmente hueca. Has encontrado algo nuevo. No, no acaparo. No logro comprender, tampoco. Soy insolente en mi torpeza, cabizbajo con falta de tacto, prepotente preguntante. No. Nunca podré salir de este pozo. No seré apto. No tengo derecho. Caeré de nuevo, y más fuerte, siempre más fuerte. Y no saldré de este estoico, frívolo y ridículo pozo ciego.
– ¿Qué harás ahora, Franky desconcierto? ¿Te olvidarás de todo? ¿Nos abandonarás? ¡Oh, nunca has podido creer en algo!
Clímax
– No hay salida, no la hay. Estoy caminando a paso firme y, aparentemente, calmo; estoy disfrazando mis nervios quebrados; estoy contando hacia atrás mis propios tormentos vanos. Llegaré y abriré este maletín burlón ante ellos. Ellos me mirarán, con lástima, con desprecio por mi insignificancia, por mi estupidez precaria. Y, entonces, ya no habrá tiempo para nada. Y el sudor en mi cara servirá de anticipo, por supuesto. Los veré reírse con sorna, golpearme a palazos e ir en busca de mi mujer y mis hijas. Los veo zarandeando mi cuerpo acribillado. Poniéndolo en una gran bolsa con restos de otra basura que no seré yo. Y tirándome lejos. Muriendo como un cobarde. Y el revólver en la media turquesa regalo de mi madre. ¡Cómo es que fui tan ingenuo! O tan idiota. Estoy seguro de que no pudo haber habido antes otro idiota de mi calaña, tamaña calaña, yendo tras el viento de madrugada, directo a su horca con evidente placidez en las comisuras ajadas. Cavando la propia tumba, como quien dice. Cavando hacia fuera, hacia lo alto. A punto de dar con el calabozo. La gruta. La pausa real. OFF. Afuera nos vamos cuando el aire nos obliga. La atmósfera. La gran tela de araña. Y, allá, asoma una cucaracha. Siento cómo cruje su miseria bajo mis zapatos orgullosos de gamuza marmolada. Soy un perfecto idiota y voy sin paradas a mi horca. A tus pies, cruel destino justiciero. ¿Serás la única verdad? ¿Cosecharás lo que siembre? ¿Cosecharás? Ecos, oíd. No puedo entra ahí. Con fortuna, me matarán. Aunque está también el resto, los restos de mi memoria al pie del abismo. Será el resto de la vida, que nunca supe dónde se queda. La media pesa y empiezo a sentir el hierro envenenándome el cuero. Sube hasta la garganta. Requiero de sumo control para no tomarlo acá, en esta mismísima esquina de semáforo largo cual suicida desesperado; al lado de esta anciana de rulos cándidos y su perrito de peluquería cosmopolita; al lado de un crío de gorra aceitunada que mastica furtivo mis nervios; al lado del dandy postmoderno que se acomoda el piercing de lentejuelas. Pero acá nada dice nada. Cruzo. Cruzamos. Los pierdo. Me esfuerzo y, por un momento, olvido el destino certero que tienen mis pasos. Pero no he virado. Allá voy a enfrentar el puñal, insolente y alienado. Ajeno y nunca tan completo. No les temo. No temo a la bala en mi pecho. A la muerte en mi regazo. Temeré, tan sólo, la espina ardiente del exilio eterno. Otra vez pienso en quedarme a mitad de camino. En recoger la desvencijada dignidad de vuelto y volver tras los trastos que fuimos pisando, que nos han aplastado. Que nos sonríen. No, no voy a usarte todavía, hierro labrado. Primero, necesito verles sus caras. ¡¡Ja, ja, ja!!!! Creo que estoy acelerando mi paso y no creo que eso sea necesario. No sudes, cuerpo, no sudes en nuestros últimos momentos. Mirará tu rostro, el nuestro; abrirá sus fauces mafiosas entre escoltas acorbatados, arremangados y fruncidos sus gestos; brillará su diente. Y tu horizonte entero. Y todo tras la retina que detiene el pestañeo. Pero ahora, inevitablemente, aún camino. Sin ambición ni rodeos. Sin arrepentimiento ni profundos planteos. Sí me molesta notar que me he ensuciado el zapato derecho. Sí me molesta el peso muerto de esta valija que cargo con recelo. La abrirá y bailará una lombriz solitaria en algún lugar desierto. La abrirá y volarán mis sesos. La abriremos juntos. Oh, sí, gitano malevo, perverso pendenciero; la abriremos ante tu séquito ignorante de muñecos ejecutores sedientos, los que no permiten que te ensucies los dedos anillados, aceitosos y manicurados perfectos. Puedo correr este absoluto riesgo por verte supurando la ira que produce el vacío. Nunca tendré tu dinero; nunca lo tendrás, por ende. Tampoco tendrás mi tiempo. Todo lo demás ha sido jugado antes y pierdo con la frente en alto. Y luego, volará también la frente. Volaremos juntos por los aires viciados de la ciudad testigo. Volaremos en carnes trozadas por el pecado y el fuego. Por el azar, también. Por la corrupción y el miedo. Sonrío pensando en el tictac. Hasta podría llegar a ser un héroe. Pero no hay bomba. No hay detonador. Sólo un infierno tardío que me espera paciente, ahí. Veo su resplandor cruzando la acera. Me ciega. Me quema antes de tiempo pero no puedo permitirlo. La esquina no me aplastará. ¡No será así siempre! Me pongo los guantes, parece. Cambio mecánicamente mi maletín de mano. ¿Cambio el rumbo de mis pasos? No, sigo cuerdo. El hierro grita desde el pie su consuelo en tenaz falsete. No vibres. Ajusto la media. Ajusto la corbata que (de repente) me doy cuenta que llevo. Balanceo juguetón el maletín que (de repente, me doy cuenta de que) está lleno. El tic-tac que, de repente, oigo perfecto. Ahí adentro. O será acá, en mi cuerpo. Me pregunto si no seré yo mismo el mafioso corrupto que detesto. Me pregunto si al pie de la horca no soy yo mismo el que espero. Espero a mis mujeres y mis hijos. A mis angustias y mis olvidos. ¿Soy yo el que me espero? ¿A quién destino esta bala entalcada en el zapato? No puedo divagar tanto. Estoy seguro de que se trata de un embrujo macabro. Los muy pilluelos me están esperando. Sí, lo que oigo casi cerca es el tic-tac de su Rolex relampagueante y sediento de tiempo fundido, en su muñeca atiborrada de cadenas doradas que bailan al compás de los dedos que lo esperan, martilleando al viento. ¡Allá voy, enemigos hambrientos! Subo los peldaños chirriantes (estos gitanos pueden ser realmente muy indiferentes respecto a ciertos detalles perturbadores), sin contar la sinfonía de grillos que se eleva del pastizal a unos metros. (No perturbados, serán. O no detallistas. El oro que llevan los encandila. Verán la línea de la vida y cada aro-kilate incrustado a la carne, perforarán la retina, de ser necesario, para mejor escudriñar. A eso se dedican, a través del resto fluctuante de realidad. Afianzados a la no-moral nómade.) Chicle. Chicle en zapato gamuzado a estrenar. Chicle pastiche risueño todo él. ¿Es éste acaso el día del juicio final? Despego. Despego. Viscoso es. Pero debo volver a éste (¿que es cuál?) plano. Peldaños, dije. Zapatos sucios y la puerta se yergue imponente en su astillerío enmohecido. Golpeo dos, tres veces. Nada. Enciendo un cigarrillo. Me hago el que no pienso pero, la verdad, es que ya no estoy. Ya no. Ya no me escuchen, ¿me oyen?! ¡No me escuchen!!! Golpeo dos, tres veces, pero mucho más fuerte. Alguien me ha oído, de eso estoy seguro. De hecho, nunca me he sentido tan seguro. Oigo a la perfección el clic del cerrojo, el giro breve, casi inaudible. ¿Cómo, cómo tan lento todo? Tan ajeno. Fugaz y automáticamente, me agacho para tomar el revólver. Disparo. Disparo, ante todo, en el centro exacto de una frente, en el tercer ojo que ahora jamás será abierto. Piso su abdomen. Disparo. Disparo a borbotones y empiezo a sentir la saliva asesina fluyendo tras mis dientes ajustados al rictus impertérrito. La adrenalina bullendo, la pasión de sentirme vivo para algo. Mato. Mato cada precadáver que se cruza en mi campo de visión. Cada señorón asombrerado pistoleando en vano a mis contornos difusos. No se crucen en mi camino, insignificantes equivalencias de espacio; quiero llegar a la raíz verdadera. No seguiré sesgando esta penumbra perversa. No más, no más barreras. Hasta creo haber llegado volando, atravesando sin materia todas las puertas. Y, por fin, ante mi sudor ansioso, hiperfrenético, se eleva tu fachada cómplice, picaresca. Reverencia. Sé que nos saludamos, de alguna manera, maldito gusano hediondo. Sé que escupí tus dedos amarillentos y superhidratados. Saqué el cuchillo y te maté despacio. Pero fui más rápido que tus ojos, que el ritmo de tus pendientes estridentes, que tus infalibles ritos heredados. Te maté de a poco, gozando. Recordando una a una cada instancia previa, causal. El recorrido de la cadena. Las vueltas de la serpiente que llamamos vida. No me importa que me quites esa mano, repugnante mosca. Buscaré, después, a tus hijos vengadores potenciales, posibles repetidores de mi karma. Del karma vengador. Les ahorraré esta condena. Les ahorraré esta probable paz posterior, perfecta. Los mataré, como lo hubieras hecho con los míos. No dejaré rastro doloroso en tu camino. No dejaré rastro alguno. Limpiaré mi nombre ensuciando el tuyo. Como acordamos. Como recordamos, los que podemos. Este nuevo cigarrillo, igualmente, lo estoy fumando a tu lado. Tengo que limpiar este hierro labrado. ¿Lo recuerdas? Fue tu regalo. Ésta era la apuesta. Te busqué en todas la esquinas solitarias de mi pasado. Te perseguí por todas las penumbras eclipsantes a mi paso. Y acá estamos. Yo fumando ante tus desangradas heridas bárbaras que intensifiqué, gozoso, con estos nudillos que heredé de alguien que no podrías llegar a ser. Tuve que hacerlo. Y ahí estás, pendiendo de los riñones del tiempo, de los intestinos instantes, de los renglones de sangre que se extienden hasta el punto. Hasta el punto. Y te detienes. Te oigo acá, a tu lado, demonio que ahora eres mío. Ahora te veo. Ahora veo éste, mi propio cuerpo. Éstas, mis manos manicuradas de cutis sedoso. Éstas, mis balas en tu cuerpo. Que será, entonces, el nuestro. Que será, entonces, el muerto.
Kaput
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