Juego sucio. Un caso del inspector Antúnez. Jordi Rocandio Clua





Jordi Rocandio Clua


Miraba con devoción el vaso lleno de aquel líquido ámbar que tan bien pasaba a través de su dolorida garganta. Los efluvios cumplían con la función que les había sido asignada, difuminando la realidad hasta convertirla en algo lejano.

El local en el que se encontraba estaba sumido en la penumbra. Unas bombillas con más años de la cuenta iluminaban las figuras borrosas esparcidas por la barra y las pocas mesas. El olor a humo, alcohol y sudor lo envolvía todo.

Le gustaba aquel antro de mala muerte que funcionaba al margen de la ley. Nadie se metía con nadie y cada cual iba a solucionar sus asuntos ahogándose en licores baratos y cerveza de barril.

Todos allí se conocían, llevaban años escondiéndose de la sociedad. Todos se respetaban en aquel silencio, roto tan solo por la música que sonaba en el tocadiscos pegajoso de al lado de la máquina de tabaco.

No importaban los asuntos a los que se dedicaban aquellos mal nacidos, todos allí se hermanaban en su propia desgracia y en los vagos recuerdos de una vida que odiaban desde que se levantaban hasta que se desmoronaban borrachos en sus sucios camastros.

El inspector Antúnez no se diferenciaba mucho del resto de la calaña del deprimente bar. Harto de lidiar con la gentuza a la que detenía e interrogaba en su jornada laboral, al final del día, sucumbía al whisky barato y a un sueño incómodo hasta que el despertador le anunciaba la llegada de otro repetitivo día.

Eran las tres de la madrugada y Bruto, como se hacía llamar el dueño, seguía sirviendo el veneno a buen ritmo.

El teléfono que guardaba en el bolsillo de la gabardina emitió un pitido agudo. Era el maldito tono asignado a la central. No se lo podía creer, debía ser urgente. Sacó el móvil y miró el mensaje. Tenía que irse, suerte que todavía podía mantenerse en pie. Tantos años de borrachera habían hecho que disimulara a la perfección sus andares.

–Nos vemos mañana, Bruto.

Recibió un gruñido como respuesta.

Salió a la calle y el frío aire de febrero le golpeó en el rostro.

El callejón olía a meados y tuvo que esquivar a un par de vagabundos antes de salir a la calle principal. Su coche estaba aparcado a pocos metros. Los allí presentes sabían que ese coche no podía sufrir daños. Mientras esa norma se cumpliera él haría la vista gorda. Una relación simbiótica que funcionaba desde hacía años.

Su objetivo estaba a pocas manzanas de allí. Había aparecido un cadáver y le esperaban en la escena del crimen.

Se acercó sin dar demasiados tumbos con el coche. Pudo ver las luces de un par de coches patrulla y de una ambulancia. Aparcó el destartalado Seat Córdoba en la esquina opuesta y se aproximó caminando. Pasó por debajo de la cinta policial y anduvo hasta la manta plateada que cubría el cuerpo.

–¿Qué tenemos? –preguntó a modo de saludo.

La capitana Ramírez se acercó para informarle. Al instante arrugó la nariz.

–¿Otra mala noche, Antúnez?

–No me toques los cojones, Laura. No empecemos otra vez.

Se conocían desde hacía más de una década, habían sido compañeros de patrulla y ella había accedido a su puesto porque él era un auténtico desastre para seguir las normas y respetar las órdenes. Seguía allí porque era el mejor inspector del cuerpo. Él lo sabía y abusaba de esa condición. El desprecio por cualquiera que no fuera él mismo era evidente. No merecían ser llamados policías. Eran burócratas a las órdenes de los políticos de turno. ¡Qué asco!

–¡Vale, tranquilo! Solo digo que un día acabarás mal.

–Pues espero que seas tú quien encuentre mi sucio cadáver, así no tendré que darte explicaciones ni muerto. Caso cerrado.

–¡Joder, vaya humos! En fin. Tenemos a una mujer blanca de cuarenta y tantos. No es de este barrio, al menos por las ropas que lleva no es una puta ni una drogata. Puede que la hayan abandonado aquí. No lo sabemos. La causa de la muerte parece ser por estrangulamiento. La autopsia nos revelará si había consumido algo. Nada más, ni arma del crimen, ni nada.

Antúnez sacó unos guantes del bolsillo, se acercó al cuerpo y levantó la manta térmica para mirar. A los dos segundos la destapó por completo y empezó a buscar indicios por todo el cuerpo.

Le pareció notar algo en uno de los bolsillos del pantalón de la víctima, lo cogió con cuidado y lo observó detenidamente. Un minuto después lo volvió a dejar donde estaba y tapó con cuidado a la mujer.

Se levantó despacio y se quedó quieto varios minutos con la mirada perdida y un ligero temblor de manos. No se lo podía creer. Supo quién fue el asesino nada más ver a la víctima. El objeto del bolsillo le confirmó al responsable de su muerte.

Sin mediar palabra se alejó de la escena del crimen, pasó por debajo de la cinta y se dirigió a su coche.

–¿A dónde coño vas?

El inspector levantó la mano izquierda para despedirse, se metió en el coche y arrancó.

–Estás como una puta cabra, que lo sepas. –murmuró para sí la capitana.

El inspector Antúnez condujo más rápido de lo normal. Semblante serio, rabia contenida. Su postura cabizbaja no auguraba nada bueno.

Salió de los suburbios y se adentró en uno de los barrios residenciales del centro de la ciudad. A esas horas las calles estaban en calma.

Era una zona tranquila, bien vigilada, con cámaras de seguridad por todas partes. Las tiendas y cafeterías eran sombras a la espera de un amanecer cada vez más cercano.

Llegó a su enigmático destino, aparcó el coche delante de una escalinata que llevaba a un portal lujoso y bien cuidado. Rebuscó en el bolsillo de su gabardina, cogió el manojo de llaves y las fue palpando hasta encontrar la que buscaba.

Abrió sin problemas y fue directo al ascensor. Accionó el botón y se encendió un cigarro. El elevador llegó en silencio, entró y pulsó el botón del ático.

Antes de salir del pequeño habitáculo tiró el cigarro al suelo y lo apagó con el zapato.

En el rellano todo estaba en silencio, tal como debía estar a esas horas. Caminó hasta la puerta de enfrente y vio como esta estaba entreabierta.

Sacó su arma y, muy despacio, abrió la puerta. Se paró un segundo a escuchar. Silencio. No se podía fiar, eso no significaba nada, tal vez lo estuvieran esperando.

Avanzó sigiloso por el pasillo que desembocaba al amplio salón comedor. Allí no había nadie. Todo estaba en su sitio y ordenado. Siguió la inspección por toda la vivienda. La casa estaba vacía y no había signos de robo. Volvió a la entrada y cerró la puerta. A continuación, fue a la cocina, abrió el armario de debajo de la pica y sacó la botella de whisky que guardaba allí celosamente. Se sirvió un copazo, sin hielo ni historias y se lo bebió de un trago.

Camino del salón observó las fotografías colgadas en las paredes del largo pasillo. En todas aparecían dos figuras viajando por infinidad de lugares. Se les veía felices.

Llegó al salón, miró alrededor y, debido al cansancio, se dejó caer en el sofá de piel.

Entonces la vio, una nota descansaba en el reposabrazos. Se levantó y se acercó como si aquel papel fuera una bomba a punto de explotar. La cogió. La leyó. El mundo se detuvo.

“Sé a dónde vas a morir cada noche. Nos vemos allí. Acabemos con esto.”

Había visto esa caligrafía miles de veces, la reconoció al instante, aunque no era tan firme como debería.

Dejó caer la nota y abandonó la casa para no volver jamás.

No supo cómo pudo conducir en el estado en el que se encontraba, su subconsciente hizo todo el trabajo. Aquello había llegado demasiado lejos, no podía permitir que ese degenerado siguiera con vida.

                                                           

Desconocía en qué momento había dejado de verse reflejado en él. Ignoraba en qué momento aquel hombre había abandonado la cordura. Ya no importaba, aquello acabaría esa misma noche.

Uno de los dos acabaría muerto o algo peor, de eso estaba seguro.

Aparcó en el mismo lugar de unas horas antes y entró en el antro donde todo había comenzado.

Miró hacia el camarero.

–Te esperan en una de las mesas del fondo. –dijo Bruto con una voz ronca.

El inspector Antúnez atravesó el bar hasta el final y vio a su objetivo sentado en la última mesa. Tenía la espalda pegada a la pared y lo miraba fijamente. Le hizo una señal para que se acercara.

Antúnez se sentó en la silla de enfrente.

–Hola, hermano. Veo que no llevas muy bien eso de proteger a los demás.

El inspector sacó su arma y la apoyó en la mesa con el dedo en el gatillo.

–Dime por qué no debería volarte la cabeza aquí mismo, desgraciado.

–No seré yo el que te lo impida. Es lo mejor que harás en toda tu vida. No merezco vivir.

–¿Por qué lo has hecho? Ella te amaba, siempre lo hizo.

–Estás muy equivocado, hermanito. No era a mí a quien amaba, su corazón estaba reservado a otro hombre.

–¿Qué estás diciendo? Desde que te conoció vivía por y para ti. Me lo dejó muy claro cuando me abandonó.

–¡Mentira! ¡Nunca te olvidó, hermano! ¡Nunca! Y eso no lo puedo perdonar, por eso yace sin vida en ese callejón. O mía o de nadie.

El inspector levantó el arma despacio y apuntó a su hermano mayor a la cabeza. La mano le temblaba, esa escoria merecía morir.

–¡Hazlo, maldita sea! Haz justicia, se te da muy bien.

–Eso voy a hacer. –Antúnez ladeó un poco la cabeza y habló en voz baja hacia el cuello de la gabardina. –Lo tenemos, entrad.

En ese momento, un ejército de policías entró en el garito y apuntaron con sus armas hacia la mesa donde se encontraban los dos hombres.

–La muerte hubiese sido una digna salida para ti, hermano. Cuando esta rabia se te pase empezarás a pensar en lo que has hecho y te arrepentirás. La culpa te corroerá por dentro y te destrozará. Querrás acabar con tu vida como cobarde que eres, pero no te dejarán. Cuando llegues a ese punto, iré a visitarte para ver cómo te consumes y desapareces. Pasarás el resto de tu vida en la cárcel, esa es mi venganza.

–¡Eres un cabronazo, me las pagarás! ¡Te lo juro!

–Llevaros a este pedazo de mierda de aquí.

Los agentes esposaron al asesino confeso entre gritos de desesperación y se lo llevaron mientras le leían sus derechos.

La capitana se acercó a Antúnez.

–Cuando me llamaste y me explicaste la situación pensé que no te podrías controlar, que lo matarías sin piedad. Ha sido muy arriesgado por mi parte, pero me alegro de haberte dado el permiso.

–Tenía que hacerlo, él tenía que saber que había sido mi plan. Ahora si me disculpas, voy a beber hasta caerme muerto. Mañana no pienso ir a trabajar.

Y se dirigió a la barra mientras el resto de agentes y la capitana abandonaban el local.

–Vaya una me has liado, Antúnez.

–Tranquilo, Bruto, no nos molestarán. A nadie le importamos una mierda.

–Alguien me dijo una vez que los hombres necesitan un lugar donde combatir la oscuridad y las fuerzas del mal al ponerse el sol. Si salen victoriosos, el sol ilumina su camino y el mundo recobra el sentido. Toma otra copa, Antúnez. Lucha con todas tus fuerzas.

El inspector bebió despacio mientras las lágrimas le recorrían el rostro.







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