"Palabra". Carolina Diez
Carolina Diez |
Carolina Diez
Palabra
Rompiste el predicado
ni un recodo sano
del renglón
te quedó dibujada
una palabra silenciosa
un muerto oral
un mutismo insalubre
que agota
pozos de moho
en los tímpaños
en los rebotes
la mujer está sentada sola, frente a una pantalla que destella e ilumina su rostro en un 85%,
el flanco derecho permanece en penumbras
más drama
se da cuenta de que los cigarrillos los termina sin notarlo
hace años
casi como los libros
o como los vínculos
solo que algunos libros, algunos vínculos
tienen la densidad de retorno
de reencuentro
como algo que conocimos mucho antes de nacer y lo encontramos de nuevo, hecho carne,
o papel. O palabras, estamos hechos de palabras. Anota en el papel, sigue fumando.
La mujer está sola, en la repisa descansa un panfleto, recital. Llegaste tarde dice con voz
rasposa y sigue fumando
reincide
la mujer reincide
recae en la misma trampa
VUELVE A REPASAR LA LENTITUD DE SUS SENTIDOS
LAS NORMAS temporales
ese drogadicto escucha Pearl Jam
toma vino
se rie sola
está sola
la habitación le sonríe en dientes de libros
el afuera aúlla en rieles, ecos, perros
no sabemos bien dónde
ladran
la expectativa se consume con la vela, en el teclado éste, que no sabe por qué
y ahora
está acá
en la habitación de los libros, con ella que apenas se percata que aúllan afuera
los perros.
Hoy todo el día
Punto
Tenía una propensión a decidir menos decir puesto que cada palabra o frase contiene ya de por sí un sinnúmero de mentiras de las que uno apenas tiene consciencia al momento de esgrimirlas. Más las conscientes. Demoré bastante en descubrir que el silencio tampoco era sinónimo de sinceridad. Tardé demasiado tiempo en comprender ciertas cuestiones evidentes, y no sucedía por falta de sospechas, sino simplemente por un capricho en querer ratificar lo que ya era un presentimiento manifiesto. De esta manera, fui surcando algunos caminos desventurados pero no a falta de incentivos, ésos parecían recrearse con el simple oxígeno rodando Por los últimos años la experiencia confirmaba que los astros siempre habían estado acertados, sobre todo respecto a las nuevas tecnologías (si se puede llamar de esa manera a los mecanismos de comunicación nefasta que se vienen empleando en los últimos tiempos, contando con el hecho evidente de que respeto y confianza ya son símbolos del pasado) que se iban aplicando en pos de efectuar un afortunado simulacro de convivencia (la cual no implica estrictamente la vivencia compartida constante, sino todos los pasos previos hasta ella, intentar prolongar al máximo cada uno de ellos, ¿qué sentido de las cosas?); uno al final no sabe si vivir la vida o preocuparla. En ese dilema me hallaba al cruzar por aquella calle de la infancia. Es notable cómo algunos escenarios arbitrariamente ocupan un lugar fijo en la memoria sensorial que perdura de por vida. Que la preocupa, a la vida, a la memoria y a la sensación misma. Que suma a una cadena -o se desprende de- en la que vamos tejiendo las imágenes de todos los tiempos pasados, siempre mejores por ser estáticos, siempre mejores por no llevar el peligro del movimiento, con las que vendrán. Se mueven conmigo, con mi peligro, con mis ayeres que se suman al rostro que cargo un hoy todos los días, en el silencio de la máscara.
Momento I
Primero la lengua arrastró la palabra. Más tarde no hicieron ya falta. El té se diluía en tazas, respiraciones, ell tiempo en su tiranía auguraba la proximidad del día. Él echó la frazada sobre sus hombros y comprobó la temperatura de las tazas. Afuera, gritos incesantes. De a ratos se interrumpe el motor de la heladera y pueden confirmar la constancia del terror de cuyo tormento, momentáneamente, se sienten ajenos. En la atmósfera quieta, un resplandor apenas si cruza, respetuoso y tímido, el aura del placard que clausura la pared del fondo en cerrazón imperturbable. El frío habita, aún, sin embargo los dedos, los nudillos, las yemas que buscan las tazas, queriendo las respiraciones y las bocas de esas tazas sostenerse eternizándose, reverberando, volviéndose en vaivén fluir de vapor, incluso aire. Dos o tres estruendos blandos delatan, afuera, la lucha incansable de la especie. Había, adentro, el rumor cálido, invisible, saliendo de los cuerpos, como de pozos toráxicos inflamándose y sosteniendo el silencio. Hay un abismo ahí nomás y, afuera, dos estruendos, cuatro, la línea de sol cruzando, impetuosa, el horizonte del cuarto, por delante de la madera deslucida del placard que se yergue cerrado, insulso, y ahora se vuelca al dorado cuando las finas polutas de aire se hacen visibles en tornasoles, giran y bailan dentro del túnel radiante que la cortina apenas descorrida les habilita. Es un ritmo muy rápido el de los corpúsculos fractales dentro del haz de luz y es una quietud infinita la de los cuerpos; sus muslos apoyados en el colchón sumiso, sus pies abandonados en reposo sin titubeos, en sus vientres aire que entra y sale, todo adentro late: los colores del infinito vibrando; los cuerpos vacuos, abandonados al reposo; las tazas cerca de las bocas, de los rostros, de las mejillas que se encienden; las manos ya tibias sostienen el péndulo horizontal que se eleva y baja, se eleva y baja con cada vez menos para respirar.
(2005)
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