Tan sencillo como una foto. Marcelo Rubio


David Hemmings. "Blow Up". Michelangelo Antonioni (Basado en "Las babas del diablo" de Julio Cortázar


Marcelo Rubio

Cuando estaba llegando a la salida el mozo del bar me llamó:
        
-¡Señor, señor! No se olvide su cámara –dijo y me tendió la máquina fotográfica – Buena suerte con el trabajo.

         No tuve tiempo para decirle que no era mía. La colocó en mis manos y se volvió para atender una mesa del local. Así me encontré en la calle con una bonita cámara, moderna, visor color que permite ver lo fotografiado y si no es de agrado borrarlo en el momento.

         Antes, fotografiar era un arte lleno de misterios, no sólo estaba el “buen ojo” sino la fortuna de retratar el momento exacto sin que nada ni nadie lo incomode. Era como cazar fantasmas. Había tensión desde el momento de la toma hasta el revelado. Se trataba de ser paciente, algo que perdemos día a día sin advertirlo Ya no sabemos esperar, todo es instantáneo, la comida, el sexo, la comunicación. Hay un “ya” constante que maneja la vida, no reservamos tiempo para la sorpresa. Efímero, esa es la palabra de estas décadas. Las cosas que se hacen hoy son para ayer. Pero me entretengo en cavilaciones innecesarias. Yo estaba fuera del bar con una Nikon que no me pertenecía. ¿Debí haber entrado al lugar y devolverla? Pues no lo hice, me asaltó el morbo por saber qué había retratado allí, conocer las vidas de otros. Conozco de parejas que se fotografían en poses sexuales, hombres que retratan a sus mujeres en posiciones imposibles. No crean que esperaba ver paisajes o chicos jugando con perros, nadie busca eso cuando se encuentra con una máquina fotográfica ajena dispuesta a ser observada.

         Supe tener un amigo -alguna vez lo tuve no siempre fui este hombre solitario- que en la época de cámaras con rollo, cuando alguien le pedía que lo retratara (turistas, por lo general) él aceptaba de buen grado, ajustaba el cuadro, enfocaba pero fotografiaba el cielo o un árbol. El ignoto modelo recibía la noticia recién al momento del revelado.

- Qué se jodan. Cuando vean lo que hice, no les van a quedar ganas de pedir que los fotografíen nunca más.

         Sergio se llamaba mi amigo y hoy no recuerdo qué sucedió con él. Su broma no tendría éxito alguno en estos días.

         Compré cigarrillos, dos latas de cerveza, subí a un taxi y con la Nikon que no me pertenecía volví a mi departamento. El gato remoloneaba en el sillón, al verme entrar alzó la cabeza y luego se echó. El maldito clavaba sus garras en los almohadones hasta destrozarlos. Así, el sofá, era puro jirones.  Le lancé las llaves. El gato saltó, lo insulté y amenacé, para su salud sería bueno que algún día entendiera el sentido de mis palabras.

         Puse las cervezas en la heladera, había dos mensajes en la contestadora pero decidí ignorarlos. Encendí el equipo de música pero no recuerdo qué sonó. Prendí la cámara dispuesto a ver caras de goce, erecciones, nada de eso encontré. Las ciento cuarenta y cuatro fotos cambiaron mi forma de ver el mundo. 

         Diferentes crímenes retratados y los responsables se habían autofotografiado al final de cada tarea. Sentí una extraña excitación, cuerpos desfigurados, sangre, balas, cuchillos. Hombres y mujeres criminales, algunos sonrientes junto a las víctimas, otros con gestos serios. En el último fotograma descubrí la cara del mozo. Había asesinado a un muchacho mulato tajeándole la piel con una navaja de afeitar.

         Sin pensarlo retorné al bar y tal como sospechaba allí no trabajaba ningún mozo igual al que me entregara la cámara.

- Debe ser en otro bar, señor. Nunca tuve un empleado con esas características que usted me dice.

         No tenía motivos para pensar en que el propietario mentía. Estaba invitado a participar de un juego violento, quizá una secta de asesinos cuyo ritual era participar del compilado de fotos. Evité ir a la policía, mi prontuario no me permitiría salir exitoso de cualquier interrogatorio. Sentado en el departamento procuré imaginar si alguna vez aquella cámara habría caído en manos de alguien que se negó a participar. Concluí que era imposible rehusarse, no existe nadie que al menos una vez no haya sentido las ganas de matar, del deseo al acto hay un click, tan sencillo como una foto.

         Por supuesto que elegí a mi víctima y tomé las fotografías. Hay una necesidad imperiosa del hombre a ser fiel al instinto primitivo. No voy a dar detalles. Si alguna vez llega a tener en sus manos la cámara, soy el rostro de la toma ciento cuarenta y nueve. Buena suerte con el trabajo.


Fotografías y postmuerte. "Los otros". Alejandro Amenabar




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