Tres(III). Relatos breves. Carolina Diez



Carolina Diez

Carolina Diez


La alfombra

Recuerdo que salí corriendo del lugar. Me sentía libre, como en un sueño, todo era etéreo, mi felicidad completa y totalmente artificial. Sé que corrí, corrí algunas cuadras. Iba a buscarla, quería ver por un momento, por fugaz que fuera, sus ojos verdes. Quería decirle cuánto sentía haberla tratado así, haberla lastimado, quería explicarle, aunque me resultara prácticamente imposible, porqué había hecho algo tan espantoso. Oí un bocinazo en mi oído izquierdo. Podría haberme aturdido, de encontrarme en mejor estado. La inconsciencia era, ahora que lo pienso, casi absoluta. No veía, no lograba descifrar qué pisaban mis pies, por qué camino corría. Pero sabía, con certeza, que iba a llegar al hospital. No pensé en mi aspecto o en lo que dirían al verme entrar. No pensé tampoco si él estaría allí también. No recordaba exactamente qué había ocurrido después del episodio que se me figuraba tan lejano a mi presente. No medité acerca de nada. Resbalé en una calle desconocida. Sentí mis pantalones mojados con agua sucia, sentí la humedad en mis piernas como una sensación casi ajena, casi abstracta. Sacudí la cabeza para disipar imágenes sin forma que atravesaban mi campo de visión. Quería, necesitaba lucidez absoluta. Me esforcé por resistir las luces de colores que explotaban ante mí y me incorporé. Corrí de nuevo, sin darme cuenta de que lo hacía. Me adentré en una calle oscura donde mil demonios me acechaban. Vi a la Parca en un rincón pero no quise pensar en ella. El tiempo se me estaba escapando, cada vez me quedaba menos, cada vez me desesperaba más. Traté de acelerar el paso, atravesé la oscuridad pero nuevas luces multicolores arremetieron contra mi cordura. Entré, crucé la puerta con un empujón que no noté dieron mis hombros. No vi un alma alrededor. Subí las escaleras lo más rápido que pude. Resbalé algunas veces. Caí. Vi sangre en mis dedos cuando me toqué la nariz. Vi sangre en mi remera. Seguí subiendo, sin darle importancia. Llegué a su puerta; estaba abierta. Un débil resplandor llegaba a través de la ranura. Empujé la madera y entré intentando recuperar el aire. Sentía que había pasado millones de años sin respirar. Entonces la vi, tendida en la cama. Un agujero le decoraba la sien. Un agujero ensangrentado y tibio. Su piel empalidecía constante. Sofoqué el primer grito. Me acerqué, gimiendo; las lágrimas se me mezclaban con el sudor. Grité sordamente. Afuera la noche parecía eternizada. Al costado de la cama, un cuerpo yacía inmóvil. Llevaba un revólver en la mano y un balazo en el pecho. Era su marido. Mi enemigo. Lloré. Mis piernas cesaron de sostener mi peso. Desplomé mi cuerpo sobre la alfombra ensangrentada. Mi remera era una sola e inmensa mancha roja. Su olor impregnó mis sentidos. Sentí el ardor último del balazo que llevaba dentro. Encontré el revólver que aferraban mis manos. No estaba en el hospital. No estaba en ningún lugar; moría. Apenas perceptible, oí una sirena que se aproximaba, oí pasos rápidos y oí el click. Yo era el cuerpo sobre la alfombra.

(2003)


Fumata

A estas alturas me pregunto porque aún hoy nos distraemos tanto. Digo tanto entre discursos, entre dogmas, entre pasados que conocemos truncos, las mismas piedras para tropezar. Año 2013, ridículo se ve el pensar la fumata por debajo de las tumbas de la Inquisición, ridículo pensar las constantes contiendas entre partidos políticos invadiéndolo todo, entre textos y repetidos significantes que ya hemos vaciado lo suficiente. Más allá del argentino, del cristiano (todos no más que adjetivos), del bueno, del malo, del bello, del feo, del pobre, del rico, del sudaca, del progre, del inconforme, del conformista, del reaccionario, del cómodo, del que acata, del que revoluciona, digo, somos ante todo seres humanos (que ya es suficiente calificativo del que apenas nos sabemos aún hacer cargo), seres pensantes, seres que ven una realidad relativamente idéntica, digo, ¿cuándo llegará la Conciencia? Digo ¿cuándo pensaremos en términos nucleares, mundiales, cósmicos? ¿Cuándo vendrán los tres caballeros que logren que tres seres respondan a la divinidad de la tierra; que a su vez logren que otros tres seres respeten la tierra; que a su vez puedan lograr cada cual a tres seres más que valoren esta tierra, esta historia, esta pureza de tiempo que nos es regalada? ¿Cuándo la injusticia dejará de preceder a la violencia y viceversa, cuándo el ciclo será alfin suspendido porque notamos, de una vez y por todas, la ridícula lucha que nos lleva a descansar en teorías, a repetir los moldes, a renovar los prejuicios y faltas que la historia ha ido sembrando con nuestras manos. Nosotros, reivindicando las voces que hunden la posteridad, enfrentándonos minuto a minuto en pos de ídolos falsos que nos ciegan, los ídolos siempre nos ciegan. ¿Hasta cuándo muros y muros, mentes y mentes repletas de ideas estáticas, violentas, venganza e inconformismo pero ningún pensamiento para la tierra que debe estar tan harta de oírnos repetirnos? La fumata verde de la madre natura en los bosques tiene más fuerza que la de cualquier color, religión, credo, estatus, estirpe y bladurías. La fumata verde es la que todos sabemos que está y todos sabemos ignorar tan bien, desde hace miles de años. Salud por nosotros, que también llevaremos a cuestas un pasado pecaminoso y guardaremos a la madre tierra y su perfume en un placard, con la eficacia de un desodorante de ambiente en oferta limitada.

(2013)


Andante

Al oeste aún podía ver el último color del atardecer, yendo tras el sol. La llanura se extendía ante él y debía seguir adelante pero la imponente escena merecía detenerse a contemplarla. Decidió sentarse en el mismo lugar donde estaba y comenzó a liarse un cigarrillo casi sin dejar de ver el ocaso que se despedía. Una noche más y tanto camino por andar. Aún tenía tabaco, y eso era todo un privilegio, lo había racionado de la manera más estricta, pero al atardecer se consentía, así como antes del amanecer. Había caminado tanto en el último tiempo que ya no le quedaba recuerdo alguno de su vida antes de empezar a andar, por fortuna. Todo en su memoria eran soles que se iban o venían, estrellas muy prendidas y la suave brisa en su cara. Lo demás, silencio absoluto y oscuridad. Si bien no sabía dónde se encontraba exactamente, sabía muy bien hacia donde tenía que ir: adelante. Tampoco se acordaba muy bien de cómo había decidido emprender el viaje: había sido un episodio extraño de una vida pasada, cubierta en las sombras de lo incierto que fue lo primero que se borró por pedido propio. La vida ya no valía nada entonces. Ahora, sabía que debía caminar siempre adelante, que tenía que contemplar unos segundos de cada amanecer y de cada ocaso, sabía que tenía tiempo de contar las estrellas hasta que se apagasen con el día, pero que no importaba si nunca terminaba de hacerlo porque el tiempo no lo perseguía, lo acompañaba. Había encontrado el verdadero sabor del tabaco en el momento justo, cuando todo lo demás se detenía para que el humo se disipara con la mayor lentitud posible hasta que desaparecía por completo. Había conocido el hambre y la sed desesperadas y casi tangibles. Había tenido las imágenes más bellas y más terribles que nunca hubiera imaginado, y las había disfrutado a todas por igual. Se sentía vivo y en camino, listo para llegar, pero también para seguir buscando. Aunque no supiera qué buscaba, porque se sentía tan bien haciéndolo que el fin no importaba, era una eterna odisea, una ocupación perpetua, una vida entera de algo que hacer. Ahora, mientras fumaba el cigarrillo para despedir al sol, hablaba con alguien, con alguien que no está pero existe. Con alguien que no significa nada pero es todo. Con alguien que a nadie más le importa que a él mismo y, por eso, es perfecto. Hablaba con la parte de él que nunca había estado antes, con la parte más vacía pero más vasta, su parte eterna. Terminó el cigarrillo en el instante mismo en que el último color del atardecer se evaporaba. Se paró, colgó su bolso al hombro y dio media vuelta. Nos vemos en la mañana, le dijo sin palabras a la luz que ya no estaba. El desierto lo rodeaba y no se veía un alma en kilómetros. Sin embargo, todo respiraba, cada partícula de aire lo miraba pasar y cada grano de arena era infinitamente divino. Divinidades que él pisaba sin culpa alguna, porque atravesaba el desierto de la verdad absoluta, en la que no hay nada al lado de uno mismo, más que su propia voz muda.


(2005)







1 comentario:

  1. Muy interesantes. La sensación de angustia en el primero, y el regusto panteísta (al menos esa ha sido mi sensación) de los dos siguientes.

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