Astor Piazzolla: Retrato de mí mismo (primera parte). Natalio Gorin




  Descubrí la música a los 11 años. La casa de departamentos donde vivíamos en Nueva York era muy larga, llegaba hasta el fondo donde había una especie de patio que daba a una ventana. Una tarde de verano que andaba por ahí sin hacer nada escuché a un pianista que tocaba Bach. A esa edad no sabía quién era Bach, pero quedé como hipnotizado. Es uno de los grandes misterios de mi vida. Jamás volví a escuchar esa música. No sé si eran de Juan Sebastian Bach o de alguno de sus hijos. Creo haber comprado toda la obra de los Bach, sin embargo nunca pude reecontrarme con aquella música. Ese pianista estudiaba nueve horas por día: tres horas por la mañana, tres de Bach por la tarde y tres por la noche en la preparación de su repertorio de conciertos. Era húngaro. Se llamaba Bela Wilda y poco tiempo después fue mi maestro.
  Fuimos con mi papá a golpearle la puerta. Nunca me voy a olvidar ese momento. Me deslumbró el piano de cola que tenía y los cigarrillos Camel que fumaba, un olor a tabaco rubio penetrante. Ni mis padres ni él tenían mucho dinero, los problemas eran mutuos, así que empecé a tomar clases con el maestro gracias a un pacto: mi mamá le hacía el servicio de manicura gratis y además dos veces por semana le mandaba una enorme fuente de pastas. A Bela Wilda le apasionaban, pero también cubrían sus necesidades, porque el hambre golpea todas las puertas, incluíadas allí donde se escucha buena música. Yo nunca pasé hambre en mi vida, tuve esa suerte, pero sé mucho de andar sin un mango en el bolsillo.
  Los primeros conocimientos del bandoneón me los había transmitido Andrés D'Aquila, un pianista argentino que vivía en Nueva York. También pude hacer algo con Homero Pauloni cuando volvimos fugazmente a Mar del Plata, pero fue Wilda el que me hizo sacar el bandoneón del ropero, y me enseñó a tocar a Bach adaptando la música que estaba escrita para piano.
  Unos meses después el maestro se mudó, pero la vacuna ya había prendido. Lo mío era una rara mezcla de museta y de Mimí. Tocaba el bandoneón, el instrumento fundamental del tango, la música que le gustaba a mi padre, pero en tren de elegir prefería a la orquesta de Cab Calloway y a Bach o a Mozart cuando agarraba el bandoneón. Por suerte pasó Gardel por Nueva York y sin que yo me diera cuenta puso en mi vida una pastilla de amor por el tango.
  El bandoneón era una rareza en Nueva York, causaba sensación, y yo, para hacer pinta, para impresionar a las pibas, empecé a llevarlo a la escuela. A la Madre Superiora no le gustó nada, pero eso fue al principio, después me pidió que tocara en una fiesta. Me pusieron un atril en medio del patio con dos marchas que previamente me habían dado para estudiar. Estaba rodeado de muchachos que vestían camisas negras en honor a Mussolini, y yo me toqué "Giovinezza" y "Camicia nera" que eran dos marchas fascistas. La Madre Superiora me besó y me dijo que Dios había perdonado todos mis pecados...
  La colonia latinoamericana de Nueva York en aquellos años no era muy grande, y yo, para todos erauna especie de niño prodigio. Tocaba cualquier cosa con el bandoneón, a los clásicos, música española y folclore mexicano o argentino. A veces me vestían de gaucho para hacer festivales o ir a tocar en la radio. Cuando le conté todo eso a Gardel me invitó a acompañarlo a sus presentaciones, y me tuve que estudiar unos tangos de apuro, porque si había algo auqe no existía en mi repertorio era justamente el tango.
  Cuando mis padres deciden volver definitivamente a la Argentina, en 1937, yo tenía 16 años y un futuro nada claro. Me ganaba unos pesos tocando en picnics, con un trío formado por batería, contrabajo y mi bandoneón, haciendo cosas a pedido:rancheras, pasodobles, algún tanguito. También actué en una especie de Cervecería Munich que mi papá había puesto en los fondos de la casa, al aire libre, con un trío que parecía sacado de una película de Fellini. Pocholo tocaba el piano, Rolando el contrabajo y yo el bandoneón. Pocholo y Rolando eran ciegos, me adoraban y yo a ellos. Pocholo era una maravilla haciendo en el piano los tangos de Francisco De Caro. Tenía una onda que años después iba a descubrir en Jaime Gosis. Yo me había traído de Nueva York unos zapatos con punta y los tacos de aluminio, y también hacía un número de zapateo americano, pero más me interesaba tocar. Los dos ciegos eran hombres grandes, estaban de vuelta de todo, se gastaban la guita en whisky; sin embargo, haciendo con ellos los temas de De Caro, Maffia, Laurenz, tuve como un preanuncio de algo importante, fui entrando en la locura del tango.
  Esa explosión fue escuchar en 1938 al Sexteto de Elvino Vardaro. Vino a tocar a Mar del Plata y yo me dije: Quiero hacer esto. Después me pasó lo mismo con Miguel Caló. Y como aquella vez con Bela Wilda sentí una conmoción interior. Con una diferencia. Esta vez dejaba de ser un chico, me había convertido en un hombre, empezaba la gran pelea por la vida. Ese mismo año mi papá me prestó 200 pesos y vine a Buenos Aires acompañado por Mario Saslain, un amigo de la familia. Fui a compartir la habitación con Libero Pauloni, que era hermano de Homero, el que me había dado unas clases de bandoneón cuando volvimos a Nueva York en 1930.
  Fue entonces cuando sentí la verdadera soledad por primera vez en mi vida. Pauloni me cuidaba, era un buen tipo, pero yo me aburría, andaba por la ciudad sin rumbo, no era fácil meterse en el mundo del tango y conseguir trabajo. No fui directamente de Mar del Plata a tocar con Anibal Troilo, pasé por varias orquestas, tuve disgustos, más de una noche la angustia me hizo llorar. No me avergüenza decirlo: también extrañaba a mis padres.
  Quizá por eso, por la soledad, me casé tan joven, en 1942. Dedé, mi mujer, estudiaba pintura y me alentó para que yo hiciera lo mismo, que estudiara música. En ese entonces yo tocaba sólo tangos, prácticamente no recordaba las cosas de Bach y Mozart que había aprendido en Nueva York con Bela Wilda. Pero los estudios mayores de música son otra cosa. Empecé a escuchar a Stravinsky y quise saber más, por ejemplo tocar el piano, de puro caradura que era fui a verlo a Arthur Rubinstein, para que me diera su opinión. me mandó a estudiar.
  Ahí empezó otra etapa de mi vida. Me acostaba a las cinco de la mañana. dormía dos horas y desde Parque Chacabuco, donde vivíamos, me iba a Barracas, al estudio de Ginastera. Dedé me ayudó muchísimo. No quería que trabajara de noche, pero para dejar tenía que ser músico en serio. Estuve cuatro años con Ginastera. Kicho Díaz, David Díaz -el hermano de Kicho- y Huguito, compañeros de la orquesta de Troilo, eran los únicos que me apoyaban. Los demás me combatían; encima de eso, a veces tiraban porquerías dentro del estuche de mi bandoneón. Hasta que un día me cansé de la orquesta de Fiorentino, cosa que duró poco tiempo. Entonces formé mi propia orquesta, en 1946. ya tenía dos hijos.
  Por ese tiempo escuchaba toda la música posible. Ya era fanático de Stravinsky y Bela Bartok. Lo agarraba a Roberto Di Filippo, otro gran compinche, y nos ibamos a los ensayos de la Sinfónica. Yo los volvía locos, quería saber del oboe, del clarinete, del corno, estaba madurando la idea de escribir música erudita. A la sombra de Ginastera hice una "Suite para piano" que todavía hoy se toma como modelo en el Conservatorio Nacional de Música, para mostrar cómo se escribe una sonata. Cada vez que la escucho me doy cuenta que tiene poco que ver con el verdadero Piazzolla, y sí mucho con Stravinsky, lo que marca hasta dónde me había copado. Todo lo que compuse en mi vida lo hice con ayuda del piano, estuve tres años con Raúl Spivak, pero no servía para tocar a un gran nivel porque tengo los pulgares para afuera, descoyuntados por el bandoneón. Esos estudios me sirvieron lo mismo, porque los arreglos los hago sobre el piano, lo uso de orquesta. también hice un curso de dirección con Hernán Scherchen, que había sido maestro de Pedro Ignacio calderón y Simón Blech.
  Cada día estaba más seguro de lo mío. habían pasado por Buenos Aires músicos del nivel de Aarón Copland e Igor Markevith y los dos me felicitaron, me dijeron que la orquesta, la que formé en 1946, contenía un tango de alto nivel musical. Yo seguía estudiando como loco. Además iba a las galerías de arte y a todas las salas teatrales donde daban obras modernas. Me veía como un intelectual y en verdad era un intelectualoide. Lo mío tenía algo de snob. Con el tiempo descubrí que gracias a otros snobs, yo pude ir para adelante: eran los que me aplaudían en primera fila.
  En 1949 disolví la orquesta y guardé el bandoneón en el placard, estabamos en corto circuito. Me dediqué a hacer arreglos para películas argentinas, arreglos para otras orquestas, y escribir. Gané el premio "Fabien Sevitzky" por una "Sinfonía en Tres Movimientos" que denominé "Buenos Aires", y que el mismo Sevitzky vino a Buenos Aires para dirigirla en su estreno, el 16 de agosto de 1953, en el auditorio de la Facultad de Derecho. No fue una velada tranquila, porque tuve público a favor y en contra, y la cosa terminó a los piñazos. Hasta Carlos Montero, que años después sería director del Colón, pegó unos cuantos paraguazos defendiendo mi obra. Sevitzky me invitó a subir al escenario y me abrazó. Yo estaba medio turbado y él me alentó: "nunca había visto tantos golpes en un estreno, pero quédese tranquilo, esto es publicidad. No se lovide que a Stravinsky le silvaron 'La consagración de la Primavera' y a Ravel el 'Bolero'. Usted empieza igual" En medio del batifondo me vino a felicitar un petisito que se presentó como violinista de la Sinfónica del Colón, me dio la mano, me dijo que la Sinfonía le había parecido bellísima y me preguntó. "Usted no tiene nada que ver con ese Piazzolla que hace tangos, verdad?" Cuando le dije, "soy yo", el tipo puso cara de querer desaparecer de la tierra. Ese público que vino a aplaudirme aquella noche estaba formado especialmente por estudiantes, que fueron los primeros en entender mi música.
  El premio "Fabien Sevitzky" es el que me llevó a Francia para estudiar con Nadia Boulanger. Para Dedé también fue un viaje importante, perfeccionó sus estudios de pintura con André Lothe. Nuestros hijos quedaron en Buenos Aires al cuidado de mis padres, y Nonino y Nonina, con esa bondad que tuvieron siempre, además me mandaban dinero porque sabían que allá la cosa era dura. Mi único ingreso eran 800 pesos mensuales de aquella época que los productores de "El patio de la Morocha" me giraban a París por los arreglos que le había hecho al Gordo Troilo para esa comedia musical. Ese viaje, en 1954, fue fundamental en mi vida, creo que marcó una frontera. Fue cuando Nadia dio en la tecla, gracias a esa mujer soy quien soy.
  Me puse a escribir como loco, "Chau París", "Bando", "Nonino", "Marrón y Azul", y grabé un L.P con Lalo Schifrin en el piano. También en París nació algo diferente. Una noche fuimos con un amigo argentino que estaba allá, Luisito Sierra, a ver el octeto de Gerry Mulligan, y los dos salimos superembalados. Tomamos un café, le dije que había que formar algo así en Buenos Aires, con los mejores músicos del tango. Terminó la beca, me despedí de Nadia y volví a Buenos Aires con ganas de romper todo. El Octeto Buenos Aires, en 1955, fue un impacto artístico, pero el trabajo no duró mucho, para grabar hubo que hacer concesiones, prácticamente regalar los derechos. Lo mismo pasó con otro L.P. que sigue dando la vuelta al mundo, que se llama "Tango en Hi-fi", con bandoneón y orquesta de cuerdas, ese que tiene "Tres minutos con la realidad", "Melancólico Buenos Aires", "Tango del Ángel" y un montón de cosas lindas más. Ya salió hasta en Compact-Disc.




  

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