La plaga de la devastación. Jordi Rocandio Clua
Jordi Rocandio Clua
Miguel nunca había sido buen
estudiante. Las clases no eran lo suyo. Pasarse horas sentado en un pupitre sin
hacer nada no lo soportaba. Él prefería tareas más activas, más creativas. El
contacto con la madera, el yeso o la arcilla lo motivaban, pero lo que le
gustaba de verdad era dibujar. Ahí podía dar rienda suelta a su imaginación.
Cuando
paseaba por la calle se quedaba embobado mirando los grafitis de las paredes.
Le fascinaban los artistas callejeros. Los consideraba verdaderos artistas.
Lo
mismo le pasaba con los profesionales que se dedicaban a tatuar. Se había
aficionado a los programas de televisión que mostraban a esos genios haciendo
verdaderas maravillas. Obras de arte dibujadas en la piel. Eso sí que era
dibujar.
Y
por fin iba a tener algo de ese arte tatuado en su piel. Hacía dos semanas que
había cumplido los dieciséis, edad que su madre le había exigido para poder
hacerse su primer tatuaje. Llevaba muchos años con la idea metida en la cabeza.
Había presionado a su madre desde que tenía catorce años, pero ella no cedió.
No podría tatuarse hasta que no hubiera cumplido los dieciséis. Pues ya los tenía.
Había
dibujado cientos de diseños para el tatuaje, pero ninguno lo acababa de
convencer. Tenía las ganas, el dinero y la decisión para hacerlo; sin embargo,
la inspiración se le escapaba como el agua entre los dedos.
Una
mañana decidió buscar a un tatuador profesional. Le pediría consejo, seguro que
sabría dar forma a sus ideas.
En
su barrio no había ningún estudio de tatuajes. Tendría que caminar hasta el
centro, donde había toda clase de artistas.
Si
encontraba algo que lo convenciese, se lo tatuaría de inmediato, no fuera a ser
que su madre cambiara de idea y lo hiciese esperar hasta los dieciocho.
Salió
de su portal con una sonrisa en la cara. Iba a ser un gran día. Esa noche se iría
a dormir con un precioso dibujo plasmado en su piel. Tenía que escoger bien, ya
que sería para toda la vida.
Empezó
a caminar calle abajo. Debía llegar hasta el puente que estaba a tres calles de
allí y cruzarlo para salir del barrio.
Cuando
había caminado unos cincuenta metros vio un cartel en la esquina de una calle.
Anunciaba un estudio de tatuajes que acababa de abrir. Miguel se extrañó mucho.
Había pasado por esa calle el día anterior y no había visto nada.
Se
encogió de hombros y decidió echar un ojo. Si tenía suerte, se ahorraría la
caminata hasta las tiendas del centro.
En
menos de dos minutos se encontraba mirando las fotografías de tatuajes que había
en el escaparate. Se quedó con la boca abierta. Los dibujos que veía eran
impresionantes. Tenían unas formas y un colorido fuera de lo común. Más que
dibujos, parecían fotografías. El profesional que los había hecho era sin duda
un gran artista.
No
se lo pensó más y entró. El local era de lo más lúgubre. Apenas había iluminación
y el mobiliario recordaba a esas librerías antiguas que se podían encontrar en
las calles estrechas de las viejas ciudades. Hasta olía un poco a rancio.
Detrás
del mostrador había un hombre de avanzada edad. Tenía el pelo blanco y largo,
recogido en una coleta, y la cara llena de arrugas. El aspecto que más le llamó
la atención, no obstante, fueron sus ojos. Eran azules y con un brillo
especial, llenos de vida y sabiduría, de esa que solo te da largos años de
vida.
Se
acercó un poco inquieto. El anciano le sonrió y empezó a hablar.
—Buenos
días, joven. Mi nombre es David. Tú dirás.
—Buenos
días. Estaba pensando en hacerme un tatuaje.
—Entonces
estás en el lugar perfecto. ¿Qué clase de tatuaje?
—Bueno,
no sé. Me gusta mucho dibujar y he hecho muchos diseños, pero no me decido por
nada en concreto. Me gustaría que un profesional me diera su opinión y me enseñara
opciones.
—Entiendo.
Tengo varios catálogos con tatuajes que yo mismo hago. Si quieres, pasa a esa
mesa y empieza a ojear. Tal vez encuentres algo que te guste.
—Me
parece bien. He visto los dibujos del escaparate y me han parecido excelentes.
Si todos son así, me va a costar mucho decidirme.
—Son
muchos años de experiencia. Mi técnica fue mejorando y ahora me defiendo
bastante bien. Mira, empieza por estos de aquí.
—Muchas
gracias.
—Estaré
allí detrás. Avísame si encuentras algo de tu agrado.
Miguel
empezó a mirar los magníficos dibujos de David. Eran muy bonitos. Habían pasado
treinta minutos cuando alzó la vista. Ninguno lo acababa de convencer. Se acercó
al mostrador.
—Los
dibujos son excepcionales, pero no me acabo de decidir. Va a ser algo que voy a
tener el resto de mi vida.
—Tendrás
que seguir buscando. A veces el tatuaje te encuentra a ti, y no al revés.
—¿De
verdad? Vaya…
—Me
he estado fijando en ti y veo que eres diferente. Los tatuajes que te he enseñado
no te van a llenar. Necesitas algo más íntimo, que te haga sentir lo más básico
que tienes dentro para llegar a conocerte de verdad.
—No sabía
que había diferentes clases de tatuajes.
—Este
arte lleva siglos cambiando la vida de las personas. Decenas de culturas han
utilizado el tatuaje en sus rituales de iniciación o en las ceremonias del paso
de la infancia a la edad adulta. Yo llevo años estudiándolo y perfeccionándolo.
Tal vez necesites algo así. ¿Quieres que te enseñe mi catálogo privado?
—Me
encantaría. Tienen que ser una pasada.
—Siéntate.
Cierra los ojos y relájate. Pasa las páginas despacio y siente los dibujos.
Ellos te hablarán, aunque no lo percibas. Si estás preparado, sentirás la
necesidad de abrir los ojos ante uno de ellos. Ese será el tuyo, el que te
acompañará para siempre.
—¡Guau!
Parece magia.
—En
cierto modo lo es, hijo. Nuestro arte no es cualquier cosa.
Miguel
se sentó de nuevo y cerró los ojos. Empezó a pasar páginas poco a poco. Sintió suaves
voces que susurraban a lo lejos, veía extrañas imágenes de ídolos antiguos, de
figuras en posiciones extrañas. Parecía un sueño.
De
repente, una especie de mano apareció delante de él. No sabía si se trataba de
una garra, tal vez una pata de alguna de esas raras criaturas. Quedó hipnotizado
ante la belleza de esa imagen. Abrió los ojos.
—Vaya,
vaya. Interesante elección. ¿Te gusta?
—Es
perfecto. Mira que brillos en la tinta. Lo quiero.
—Lo
sé hijo, lo sé. Te lo tatuaré en el antebrazo, cerca de la muñeca. Ahí se
potenciará lo que sea que tengas dentro.
—Genial.
¿Cuándo empezamos?
—Ahora
mismo. Pasa por aquí.
Miguel
acompañó a ese extraño anciano como si de un encantamiento se tratara. El
dibujo no era lo más bonito que había visto, pero no podía dejar de pensar en él.
Algo lo empujaba a tatuárselo.
El
viejo David empezó a trabajar con una eficiencia increíble. A pesar de lo que
había oído, el anciano no le hizo daño alguno al empezar a tatuar. Se sentía
como en una nube. Las horas pasaron entre sueños extraños hasta que oyó la voz del anciano.
—Ya
lo tienes, hijo. Ha quedado perfecto.
—¡Vaya!
Es precioso. Ha quedado genial.
—Gracias.
Intenta que no le dé mucho la luz del sol y ponte este ungüento para que
cicatrice más rápido. Si todo va bien, en unos días notarás sus efectos.
Enhorabuena, Miguel.
El
joven pagó lo que ese anciano le pidió y volvió a casa para enseñarle el
tatuaje a su madre. Cuando llegó, se dio cuenta de que ese anciano lo había
llamado por su nombre. No recordaba habérselo dicho, pero no estaba seguro. Había
pasado muchas horas allí y tal vez sí que lo había hecho. No le dio más
importancia.
Cuando
su madre volvió del trabajo y vio el tatuaje de esa extraña garra entró en cólera
de inmediato.
—¿Es
que no había un dibujo más feo?
—A mí
me gusta, mamá.
—Es
horroroso. Tienes muy buen gusto, Miguel. Pensaba que vendrías con uno de esos
dibujos tan bonitos que siempre miras.
—Pero
este es un tatuaje especial.
—Ni
especial ni leches. Nos vamos para allí ahora mismo y a ver que se puede hacer.
No pienso dejar que mi hijo vaya por la calle como uno de esos garrulos.
—Pero
mamá, ¿qué dices? Eso es muy complicado de hacer.
—Pues
en los programas esos de la tele lo hacen, así que tira para allá ahora mismo.
Con
un enfado descomunal, madre e hijo se encaminaron hacia el estudio de tatuajes.
Miguel picó a la puerta a la espera de que el anciano David abriera en
cualquier momento. Pasaron los segundos y nadie abría. Miguel volvió a picar.
Nada. Hizo el amago de abrir la puerta y para su sorpresa, esta cedió.
Pasaron
al interior. No había ni rastro del estudio que estaba ahí hacía unas horas.
—¿A
dónde me has traído, Miguel? Aquí no hay nada. Llévame al estudio. Está claro que
te has equivocado.
—Era
aquí. Te aseguro que era aquí. No comprendo nada.
—¡Miguel!
—gritó su madre—. Ya está bien. No te hagas el gracioso conmigo.
—No
te miento. De verdad que era aquí. Nunca me crees —le contestó Miguel llorando.
—Está
bien, hijo. Si era aquí, ¿cómo que ahora no hay ni rastro?
—No
lo sé. Todo era muy extraño. Ese anciano. El hecho de que no me doliera al hacérmelo.
Esos tatuajes mágicos. No lo sé.
—De
acuerdo. Volvamos a casa y ya solucionaremos esto de alguna manera.
De
camino a casa, Miguel le explicó todo a su madre, que se quedó de piedra al
escuchar la historia. Su hijo siempre había tenido mucha imaginación, pero
aquello era una locura. Estaba segura de que se había hecho el tatuaje con un
amigo o algún chapucero y ahora no quería contárselo.
Al
pasar las horas, la situación se fue calmando y el ambiente en casa mejoró bastante.
El día había sido duro y Miguel solo quería acostarse y descansar. Mañana sería
otro día. Tal vez su madre, al día siguiente, viera con mejores ojos su tatuaje.
A él le gustaba cada vez más y se sentía muy a gusto.
Esa
noche, Miguel tuvo un sueño muy extraño. La garra de su antebrazo alargaba los
dedos de una manera muy extraña. Parecía como si los dedos se convirtiesen en
humo y cobrasen movimiento. El humo recorría lentamente la habitación y se
dirigía a la puerta. Pasó por debajo y recorrió despacio el pasillo, expandiéndose
a lo largo y a lo ancho, como si quisiese tocar todas las superficies. Al
llegar a la habitación de su madre, el humo entró. Recorrió todos los recovecos
hasta llegar a la cama. Se deslizó por encima de las sábanas y se metió por
debajo, recorriendo el cuerpo de su madre hasta llegar a las piernas. En ese
momento, los dedos de la garra arañaron el tobillo derecho de su madre, que al
notar el arañazo se movió inquieta. El humo empezó a retroceder hasta llegar de
nuevo a su habitación y encogerse hasta su medida normal.
Miguel
se despertó de un sobresalto. Ese sueño lo había puesto nervioso y le costó bastante
volver a dormirse.
A la
mañana siguiente, lo despertó el grito de su madre llamándolo a desayunar. Bajó
lo más rápido que pudo. Iba a llegar tarde al instituto. Su madre le había
preparado tostadas con mermelada, su desayuno favorito. Cuando cogió la primera
tostada, se le resbaló de las manos y cayó al suelo boca abajo. Al agacharse rápido
para cogerla, vio las piernas de su madre y se quedó de una pieza al ver una
herida en su tobillo derecho. Entonces recordó el sueño y la herida que le había
provocado la extensión de su garra.
—¿Cómo
te has hecho esa herida?
—Pues
no lo sé, hijo. Me habré dado un golpe con algún mueble. Me he fijado esta
misma mañana.
—Vaya.
¿Te duele?
—La
verdad es que no. Tiene mala pinta, pero no noto nada. Ya se curará.
Miguel
se quedó mirando la herida y se miró el tatuaje. Vio que este era un poco más
grande que el día anterior. Como si los dedos se hubieran extendido unos centímetros.
Se lo tapó enseguida para que su madre no lo viera. No quería que volviera a
las andadas.
Pasaron
un par de días y la herida de su madre no había mejorado. De hecho, se había
infectado y parecía que ahora sí que le dolía.
—Deberías
ir al médico a que te mire eso. No tiene buena pinta.
—Igual
tienes razón. Pediré hora al médico de cabecera para que me lo mire. Hay que
ser precavidos.
—Sí,
por favor. No quiero que enfermes.
—No será nada, Miguel, no te preocupes.
Pero
sí que lo fue. La maldita herida estaba infectada y desconocían el motivo. Creían
que podía ser una especie de bacteria, pero no sabían bien como pararla. Así que
le recetaron antibióticos y la mandaron para casa. Debía descansar.
Aquella
noche volvió a soñar. Su garra se volvió a convertir en humo y extendió sus
tentáculos. Esta vez abandonó su casa por la puerta principal y recorrió la
calle hasta una casa muy familiar para él. Era la de su mejor amigo. Entró por
debajo de la puerta y subió las escaleras hasta la habitación de su compañero
de batallas. Subió por la cama hasta alcanzar el brazo de su amigo y entonces
la garra le hirió de la misma manera que en la vez anterior. Cuando su amigo se
retorció de dolor, la mano se encogió y volvió hacia la habitación de Miguel.
Alcanzó su antebrazo y volvió a su estado normal.
Al
despertar unas horas después, se miró el tatuaje. La garra había aumentado su
tamaño en varios centímetros. Estaba horrorizado y temía saber las noticias
sobre el estado de su amigo. Si era lo que se imaginaba, no tardaría en
enfermar como su madre.
Bajó
corriendo a la cocina y no la vio por ninguna parte. Fue a su habitación y
comprobó que estaba en la cama. Se acercó y le tocó la frente. Estaba ardiendo.
Llegaron
al hospital en ambulancia. Su madre no podía caminar y temblaba por la fiebre.
La ingresaron con pronóstico reservado. Estaría bajo tratamiento y aislada
hasta que supieran qué estaba pasando.
Por
la tarde llamó a su amigo y le preguntó si se había hecho alguna herida en el
brazo. Su amigo le dijo que cómo lo sabía. Tenía una herida y no sabía cómo se
la había hecho.
Miguel
se quedó paralizado. No se lo podía creer. La situación era más grave de lo que
imaginaba.
En
los días siguientes, todo empeoró de manera dramática. Su amigo enfermó muchísimo
y también lo tuvieron que ingresar. En el módulo de enfermedades infecciosas
estaban su madre y su mejor amigo. No mejoraban y los médicos no sabían qué hacer
para detener el progreso de la infección.
Miguel
no quería dormir. Temía que otro ser querido enfermara por su culpa.
Era
algo que no podía controlar. La pesadilla volvió mientras dormía en la sala de
espera del hospital. La garra salió de su cuerpo en la forma de humo y recorrió
varios pasillos del centro sanitario. En esta ocasión, su objetivo fue la
habitación de los médicos. Entró por debajo de la puerta y ascendió hasta la
cama superior de una litera. Se deslizó por las sábanas y encontró el cuello de
un médico. Miguel se desgarró por dentro al ver que se trataba del especialista
en enfermedades infecciosas que estaba llevando el caso de sus seres queridos.
Esos malditos dedos atacaron, produciendo una pequeña herida que Miguel sabía
que era letal. La garra se contrajo cuando notó el movimiento de su víctima.
Al
despertar, Miguel comprobó que su tatuaje ocupaba casi todo el brazo. Fue
corriendo hasta la habitación del médico y entró sin avisar. El especialista
estaba frente al espejo mirando con cara de horror la herida que tenía en el
cuello.
Sabía
que empeoraría en pocas horas.
A
los pocos días, su madre entró en coma y su amigo empeoró. Miguel se sentía
desolado e impotente. Maldito el momento en el que pensó en hacerse un tatuaje.
Y
nada mejoró. Su madre no tardó en morir y a los pocos días se le unió su amigo.
El médico también había sido aislado y sufría fuertes fiebres.
Decidieron
poner en cuarentena todo el hospital. Las autoridades del Ministerio de Sanidad
se pusieron al mando. Tenía que haber una solución para todo aquello.
Miguel
entró en una terrible depresión. Nada le importaba y solo sentía odio hacia la
vida.
La
cosa fue empeorando con las semanas. Cada vez que soñaba, había alguien más que
salía dañado. Primero fueron los empleados del hospital y, a continuación, los
familiares de las víctimas. Nadie cercano a él se libró.
Un día,
comprendió que solo había una solución. Debía desaparecer.
De
aquello hacía ya cuarenta años. Miguel vivía solo en una cabaña apartada de
toda civilización. Seguía soñando, pero la garra no encontraba víctimas a las
que herir. Mantuvo los efectos a raya durante años. Lo que vivió durante aquel
tiempo fue difícil de superar. La vida en solitario para alguien tan joven fue
dura y casi perdió la vida mientras aprendía a sobrevivir. Al final, se adaptó a
la vida en los bosques y salió adelante. Acabó dominando técnicas de caza y
pesca que lo ayudaron a salir adelante.
A
aquella enfermedad se conoció como «La plaga de la devastación» y duró hasta
que Miguel cayó en la cuenta de que debía abandonar toda esperanza y alejarse
de todos.
Tenía
el cuerpo recubierto por el tatuaje. Con cada víctima crecía más y más. Apenas
quedaba algo de piel virgen en su cuerpo.
Aquello
debía morir con él para que nadie sufriera esa pesadilla nunca más. Se levantó y
se acercó a la chimenea a mirar la foto de su madre por última vez. La cogió y
le dio un tierno beso. En unos minutos la volvería a ver.
Se
dirigió al armario donde guardaba su escopeta de caza y se sentó en su butaca
favorita. Le dio un largo trago al alcohol que él mismo destilaba y se preparó para
el final. Se colocó el cañón de la escopeta en la boca, esperó unos segundos y
apretó el gatillo. Todo se tornó oscuridad y una paz inmensa lo rodeó.
A
los pocos minutos, en una ciudad muy alejada de allí, la puerta de un estudio
de tatuajes se abrió. Una joven de una belleza escultural se dirigió al anciano
hombre del mostrador. Tenía el pelo blanco y largo, recogido en una coleta.
—Buenos
días, jovencita. Mi nombre es David. Tú dirás.
Aquella
extraña pesadilla en forma de garra volvió a aparecer. Mucha gente cercana a
esa jovencita iba a morir y ella no lo sabía.
¿Hasta
cuándo la humanidad tendría que soportar esa plaga?
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