La edad de las tinieblas. Pablo Martínez Burkett






Pablo Martínez Burkett

A la memoria de Violeta Balián

Las estrellas, el Sol, la Luna, todo huye. Un vasto desierto sin límites, y no queda nada de comer o beber, y alrededor sólo el desierto oscuro.
William Blake, El viajero mental

Esta es la historia de nuestro mundo conocido, nuestras tres islas: la Primera, la Segunda y la Tercera, la Isla Continente. Siempre estuvimos solos, incontaminados, protegidos por el Mar de los Tormentos, ese que se abisma a una luna de navegación. Nunca se supo de embarcación alguna que hubiera sobrevivido a las trombas y demás furias que oscurecen el horizonte. Sin embargo, la bruma otoñal trajo una armada de velas negras que vomitó una horda de monstruos recamados en púas. Al viento flameaban sus banderas con una serpiente astada por divisa. Las leyendas ancestrales eran ciertas: los bárbaros del otro lado existían. Fueron metódicos con la invasión, fueron inmisericordes con el exterminio. Nuestros ejércitos, veteranos de desfiles y aniversarios, parecían figuritas de papel. Pero lo que más nos aterraba era que los conquistadores perpetraban la carnicería en el más perfecto silencio. Después supimos que les cortaban la lengua. Antes del invierno, el pérfido Sukur-Lamak se autoproclamó sátrapa de la Tercera Isla y desposó a Urka, la reina viuda. En las calles florecieron los empalamientos y torturas varias. No quedó mujer o niña sin violar. Esclavizaron a jóvenes y viejos en las minas de óxido de hierro. Se marchitaron las frutos, se pudrieron los sembrados. Los libros la llamaron luego como “La edad de las tinieblas”. Soy Irukamis, el mago real y debo admitir que ninguno de mis conjuros surtió efecto. Tenía que encontrar la forma de liberar a mi gente. No hay peor tragedia para un pueblo que vivir sin esperanza. Leí los antiguos tratados de la guerra y comprendí que una victoria no siempre se gana en el campo de batalla. Así fue como eché a rodar la leyenda de una espada engendrada en una fragua maldita, forjada con el metal negro de un meteorito y el fuego de los volcanes, mientras los nigromantes cantaban sus endechas. En ferias y caminos se murmuraban las hazañas de “La Bermeja”, llamada así por el baño de sangre que dejaba. Era el momento de crear al titán capaz de alzar tan fabulosa espada. Entre los oprimidos, el nombre de Askalion de Tamaria se volvió un salmo y una bendición. La restauración había comenzado. Pero esa ya es otra historia.

Fuente: Revista digital miniatura



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