Un espectáculo extraño. Violeta Balián







Violeta Balián

En 1665, nombrado emisario imperial a los territorios fronterizos, viajé al norte, a explorar y registrar el estilo de vida de los Calmucos, guerreros mogoles que viven bajo la ley de la espada. Desde uno de sus campamentos cerca del mar de Azov, le enviaba frecuentes despachos al Sultán destacando que los hombres de este pueblo nómada vivían doscientos y hasta trescientos años. Que tan pronto el vigor de un jinete disminuía y ya no podía montar ni desmontar, cocinaban la cola de una oveja bien gorda y se la embuchaban forzándolo a consumirla por completo. Una vez muerto, se lo consideraba un mártir. Y que esta fracción de Calmucos profesaba el budismo y comía carne humana, no la de sus enemigos sino la de ellos mismos; una costumbre que imponía un Karpa o mago, máxima autoridad después del Tai Shi o rey. A la muerte de un líder, el mago, custodio del ancestral cubo de madera cuyos lados venían cada uno pintados de diferente color, lo arrojaba al aire, éste caía y según el color del lado que miraba hacia arriba, interpretaba el mensaje oracular respecto del destino de los restos del finado. Murió un día el hijo del rey y en esta ocasión, el ‘lado verde’ ordenó drenar el cadáver de toda sangre y grasa, asarlo y comerlo. Tal era mi curiosidad que pasé por el lugar del festín. –Eh, acércate. Tú también puedes compartir al hijo del Tai Shi –dijo uno. --Soy musulmán –advertí. Y pregunté si su religión les permitía comer carne humana. --Sí, claro, el alma del muerto entra en las nuestras y sigue presente. --¿Quién es tu Padre Dios? --inquirí. --Aquel que te hizo a ti, a mí y a la Montaña Brillante. Percibí burla y blasfemia en sus palabras. En silencio, observando los preparativos, maldije a esas bestias de forma humana, infieles, ignorantes de las enseñanzas del Profeta, y seguidores de Bani Asfar, la escatológica Tribu Amarilla. --¿Así que comerán hoy carne humana? ¿No es amarga? –No, no lo es, pero si quieres saber qué gusto tiene, besa a una mujer y sabrás cuán dulce puede llegar ser. Y si la comes, su dulzura te hará vivir muchos años, al igual que nosotros --. Intrigado por el extraño espectáculo, me uní a la ronda de comensales. Y durante la comida, tomé nota de que un cuerpo humano podía alimentar a unos treinta hombres. Terminamos de comer, tomamos un poco de grasa y con ella nos frotamos la cara, los ojos, y el cuerpo entero. Recién entonces, enterramos los huesos.

Fuente: Revista digital miniatura



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