La carta: una conversación entre ausentes. Adriana Santa Cruz


Anaïs Nin

Adriana Santa Cruz

Definida como “conversación de los ausentes”, la carta –esa costumbre en desuso– tiene la subjetividad de una autobiografía o de un ensayo. Puede, además, transformarse en un documento histórico en tanto que refleja mucho del emisor y del destinatario.

La literatura nos ofrece, por un lado, la novela epistolar, de moda en otras épocas; pero también nos brinda ejemplos de autores que utilizan las cartas como un recurso narrativo. Cartas marruecas (1789), de José Cadalso; Pepita Jiménez (1874), de Juan Valera; Mrs Caldwell habla con su hijo (1953), de Camilo José Cela; Drácula (1887), de Bram Stoker; Las penas del joven Werther (1774), de Johann Wolfgang von Goethe; Frankenstein o El moderno Prometeo (1818), de Mary Shelley, para nombrar solo algunas, son obras en las que las cartas juegan un papel preponderante.

Asimismo, escritores, filósofos, artistas y pensadores en general han escrito cartas a lo largo del tiempo, muchas de ellas de amor. Estas cartas revelan otra faceta de la personalidad de quienes las escriben, nos acercan a sus deseos, sus desilusiones, y nos permiten introducirnos en su intimidad.

Recorremos algunos fragmentos de cartas que pasaron a la historia.
Sigmund Freud a Martha Bernays

¡Oh mi querida Marty, qué pobres somos! Imagina que anunciásemos al mundo nuestro proyecto de compartir la existencia y que el mundo nos preguntara: ¿cuál es vuestra dote? Nada, aparte de nuestro mutuo amor. ¿Nada más? Se me ocurre que necesitaríamos dos o tres pequeñas habitaciones para vivir, en las que pudiésemos comer y recibir a un huésped, y una estufa donde el fuego para nuestras comidas nunca se extinguiese. ¡Y la cantidad de cosas que caben en una habitación! Mesas y sillas, camas y espejos, un reloj para recordar a la feliz pareja el trascurso del tiempo, un sillón en el que soñar felizmente despierto durante media hora, alfombras para ayudar al ama de casa a mantener limpios los suelos, ropa blanca atada con bellos lazos en el armario y vestidos a la última moda, y sombreros con flores artificiales, cuadros en la pared, vasos de diario y otros para el vino, y para las fechas señaladas, platos y fuentes, una pequeña alacena por si nos viéramos súbitamente atacados por el hambre o por una visita, y un enorme manojo de llaves con ruido tintineante. Y habrá muchas cosas de las que podremos disfrutar, como los libros, y la mesa donde tú coserás, y la hogareña lámpara.
Victor Hugo a Juliette Drouet

Te amo, mi pobre angelito, bien lo sabes, y sin embargo quieres que te lo escriba. Tienes razón. Hay que amarse y luego hay que decírselo, y luego hay que escribírselo, y luego hay que besarse en los labios, en los ojos, en todas partes. Tú eres mi adorada Juliette.

Cuando estoy triste pienso en ti, como en invierno se piensa en el sol, y cuando estoy alegre pienso en ti, como a pleno sol se piensa en la sombra. Bien puedes ver, Juliette, que te quiero con toda mi alma. Tienes el aire juvenil de un niño, y el aire sabio de una madre, y así yo os envuelvo con todos estos amores a un tiempo.
Scott Fitzgerald a su esposa Zelda

Olvida el pasado, lo que puedas, y da la vuelta y nada de nuevo hasta mí, a tu refugio de siempre, aunque a veces parezca una cueva oscura iluminada con las antorchas de la furia. Es el mejor refugio para ti, da la vuelta despacio en las aguas en las que te mueves y regresa.

Todo esto parece alegórico pero es muy real. Te necesito aquí. La tristeza del pasado me acompaña siempre. Las cosas que hicimos juntos y las cicatrices atroces que nos convirtieron en el pasado en supervivientes de guerra persisten como una especie de atmósfera que rodea todas las casas que habito. Las cosas agradables y los primeros años juntos, los meses que pasamos hace dos años en Montgomery me acompañarán siempre y tienes que creer como yo que podemos recuperarlos, si no en una nueva primavera, en un nuevo verano. Te quiero, amor mío, cariño.
Franz Kafka a Milena Jesenská

Le escribí unas líneas desde Praga y luego desde Merano. No ha habido respuesta. Por supuesto, esas líneas no exigían contestación inmediata y si su silencio no es más que señal de una relativa bienaventuranza —lo cual con frecuencia se traduce en una cierta resistencia a escribir— me doy por satisfecho. Pero también existe la posibilidad —y por eso le escribo— de que en mis líneas la haya herido de alguna manera. ¡Qué torpe sería mi mano, contra toda mi voluntad, si ése fuera el caso! O bien —y eso sería mucho peor por cierto— que ese momento de sereno respiro, al cual usted aludía, haya pasado y una vez más se inicie una mala época para usted.

Acerca de la primera posibilidad no sé qué decir. ¡Es algo tan ajeno a mí y lo demás me toca tan de cerca! Respecto a la segunda posibilidad no le brindaré consejos —¿cómo podría aconsejarla yo?— me limitaré a formularle una pregunta: ¿Por qué no abandona Viena por un tiempo? ¿Usted no carece de asilo como otra gente? ¿No extraería nuevas fuerzas de una estadía en Bohemia? Y, si por razones que yo desconozco, no quisiera visitar Bohemia, podría viajar a algún otro lugar. Quizás incluso Merano sea conveniente. ¿Lo conoce? De modo que espero dos cosas. La continuación de su silencio, lo cual significa: “No hay razón para preocuparse, me va bastante bien.” O bien unas pocas líneas.
Adolfo Bioy Casares a Elena Garro

…en los últimos días estuviste no solamente muy tierna conmigo sino también benévola e indulgente, pero no debo irritarte con melancolía; de todos modos cuando abra el sobre de tu carta (espero, por favor que me escribas) temblaré un poco. Ojalá que no me escribas diciéndome que todo se acabó y que es inútil seguir la correspondencia… Tú sabes que hay muchas cosas que no hicimos y que nos gustaría hacer juntos. Además, recuerda lo bien que nos entendemos cuando estamos juntos… recuerda cómo nos hemos divertido, cómo nos queremos. Y si a veces me pongo un poco sentimental, no te enojes demasiado…

Me gustaría ser más inteligente o más certero, escribirte cartas maravillosas. Debo resignarme a conjugar el verbo amar, a repetir por milésima vez que nunca quise a nadie como te quiero a ti, que te admiro, que te respeto, que me gustas, que me diviertes, que me emocionas, que te adoro. Que el mundo sin ti, que ahora me toca, me deprime y que sería muy desdichado de no encontrarnos en el futuro.

Te beso, mi amor, te pido perdón por mis necedades.
Jorge Luis Borges a Estela Canto

A pesar de dos noches y de un minucioso día sin verte (casi lloré al doblar ayer por el Parque Lezama), te escribo con alguna alegría. Le avisé a tu mamá que tengo admirables noticias; para mí lo son y espero que lo sean para ti. El lunes hablaremos y tú dirás. Pienso en todo ello y siento una especie de felicidad; luego comprendo que toda felicidad es ilusoria no estando tú a mi lado. Querida Estela: hasta el día de hoy he engendrado fantasmas; unos, mis cuentos, quizá me han ayudado a vivir; otros, mis obsesiones, me han dado muerte. A éstas las venceré, si me ayudas. Mi tono enfático te hará sonreír; pienso que lucho por mi honor, por mi vida y (lo que es más) por el amor de Estela Canto.

Tuyo con el fervor de siempre y con una asombrada valentía.
Anaïs Nin a El Coleccionista

(El Coleccionista era un cliente anónimo para el que Anaïs Nin y Henry Miller escribían literatura erótica a un dólar por página. Ante el requerimiento del cliente de que “se dejaran de poesía” y “se centraran en el sexo”, Nin le escribió esta carta)

Apreciado Coleccionista (…) Le odiamos. El sexo pierde todo su poder y su magia cuando se vuelve explícito, mecánico, exagerado, cuando se convierte en una obsesión mecanicista. Se vuelve aburrido. Nadie ha contribuido tanto como usted a que aprendiéramos que es un error no mezclarlo con emoción, hambre, deseo, lujuria, capricho, lazos personales, relaciones más profundas que cambian de color, de sabor, de ritmo, de intensidad. (…) Si nutriera su vida sexual con todos los alicientes y las aventuras que el amor inyecta a la sensualidad, sería el hombre más potente del mundo. La fuente de la potencia sexual es la curiosidad, la pasión. Usted ve apagarse la llamita por pura asfixia. El sexo no prospera con la monotonía. Sin sentimientos, invención, ánimo, no hay sorpresas en la cama. El sexo ha de mezclarse con lágrimas, risas, palabras, promesas, escenas, celos, envidia, todas las especias del miedo, el viaje al extranjero, las caras nuevas, novelas, cuentos, sueños, fantasías, música, baile, opio, vino. / (…) No hay dos pelos iguales, pero usted no nos permite malgastar palabras en la descripción de un pelo, tampoco dos olores, pero si abundamos en eso, nos grita que “nos dejemos de poesía”. (…) Hemos pasado horas sentados, preguntándonos qué aspecto tendrá. Si ha negado a sus sentidos la seda, la luz, el color, el olor, la personalidad, el temperamento, a estas alturas estará marchito por completo. Hay muchas sensaciones menores que discurren como afluentes hacia el torrente del sexo y lo alimentan. Sólo al latir al unísono pueden el sexo y el corazón crear el éxtasis. Anaïs Nin (París, 1940)


Fuente: Leedor

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